martes, 24 de noviembre de 2009


4. El Estirpe Salvaje y los dos tardos
(...)
Dhàniel se enjugó los labios y refrescó su frente mientras contempló en silencio el horizonte que ardía al sol del crepúsculo. Un gran despliegue de luz de tonalidades anaranjadas y púrpuras invadía el cielo y todas las copas de los árboles, allá en la profundidad.

─Bebe, Escarcha. Se acerca la noche. La claridad no tardará en abandonarnos ─le sugirió a su mascota.

De repente, unas voces y relinchos de caballos procedentes de la orilla del Lago irrumpieron en el sosegado valle. Dhàniel, alarmado, guardó la tallada falena en su bolsillo y se arrastró entre la maleza silenciosamente. Llegó con paso inclinado a una loma de dificultosas rocas, enraizadas unas con otras entre cascadas de frondosa broza. Allí gesticuló al unísono con sus brazos, manteniendo a Escarcha agazapado. El animal obedeció.

Desde lo alto, entre la maleza del improvisado escondrijo, vio cómo la llamativa figura de Grynn con su cabellera larga y rubia destacaba, abajo, en el fondo del paisaje. Se encontraba sentado en una roca, pescando; llevaba puesta su típica túnica marrón de piel de liebre. Estaba rodeado en la misma orilla del agua por tres jinetes que montaban en pulidos caballos. La conversación parecía estar en sus primeros momentos, y el tono no se podría decir que fuera cordial. Del cruce de declaraciones por ambas partes podrían saltar chispas, pues habían topado tres mercenarios verdyos con Grynn, un almaranthyo que no se arrugaba por nada ni por nadie.

Dhàniel escrutó a los tres jinetes que rodeaban al rubio pescador. Lo formaban, por una parte: dos escoltas tardos de los soldados de Verdya. Desarrapados, de pelos lánguidos y oscuros, de un aspecto tétrico y horrible, cabeza gorda y recortada al igual que sus brazos y sus piernas. Toscos y sucios como los de su raza, no humana. Ni siquiera las grabadas indumentarias de cuero en tonos dorados que ceñían sus prodigiosos cuerpos realzaban sus figuras. Sus espaldas estaban bien cubiertas por largos escudos de gruesa madera ─a modo de defensa de un ataque por la retaguardia─, ornamentados en formación exquisita por diminutos pinchos, con un símbolo tallado en fuego que llamaba la atención en su parte central, simulando una chorreante “A”.

Uno de ellos, el de la derecha y más cercano al agua, portaba una aljaba con flechas y un arco que se encubría entre el escudo y su cuerpo. En su cinto reposaba un arma con mango de bronce de la que colgaba una doble cola de cadenas de hierro, en cuyo extremo pendían dos bolas de acero del tamaño de un puño cerrado con agudas púas en todo su contorno. Centelleaban en su cintura de una forma terrorífica.

El otro tardo llevaba enfundada una espada de considerable tamaño. La empuñadura era de huesos de algún cetáceo del este de Verdya, con minúsculas incrustaciones de oro y piedras de un azul cobalto deslumbrante.

Por otro lado, completando el trío, el jinete central parecía humano. Un ser oscuro y enigmático. Los denominaban: Estirpes Salvajes, o dicho en la jerga del pueblo, un caza-recompensas. Especímenes de las tierras verdyas, gran parte de ellos, almas sin hogar. Errantes del reino, cumpliendo la misión que les fuera encomendada por una buena cantidad de monedas o, en su lugar, tierras con las que engrandecer su estima. Unas criaturas sin escrúpulos. Nada se parecía a las andrajosas bestias que le flanqueaban a uno y otro lado. Adversa pero selecta oscuridad revelaba la figura del caza-recompensas. De pelo largo y negro como la piel de la noche. Una melena lacia, movida fácilmente por el viento; estaba ataviado todo él en prendas negras, como la larga capa que defendía su espalda envolviendo gran parte de la grupa de su caballo. Sus pupilas rojas estaban enterradas bajo una larga mancha oscura ─de tres dedos de alto a modo de máscara─ de algún tipo de ungüento que le cruzaba de oreja a oreja todo su expresivo rostro. Asomaban de su cinturón ciertas armas extravagantes: una estrella metálica del tamaño de una mano abierta con las puntas afiladas extremadamente cortantes y una curiosa espada, de cuya larga empuñadora ─la cual era capaz de albergar los dos puños─ partía una doble hoja curvada hacia arriba y, opuestamente, otra hacia abajo, formando una perfecta “S”. Su guarnición brillaba como lentejuelas en vivos encarnados. En el reino de Verdya las denominaban “áspid”. Solían esgrimirlas Estirpes Salvajes y alguna que otra criatura de la misma horma.

─¡Tú, pescador! ¿Hay alguna posada en el pueblo donde podamos reponer fuerzas y descansar mientras atienden a nuestros caballos? ─Preguntó muy persuasivo Rheysa; así llamaban al jinete de cabellos mustios. El Estirpe arrojaba una voz tétrica y grave como si brotara del estómago.

Grynn se tomó su tiempo. Arropado entre los jinetes en ningún momento apartó la mirada de las aguas, pendiente únicamente de su caña. Se llevó la mano derecha a la boca, carraspeó con fuerza y finalmente dijo:

─La hay... claro que la hay ─contestó, mirando de reojo, mostrando una cierta indiferencia hacia los visitantes.

Antes que estos últimos pudieran volver a hablar, Grynn se apresuró a preguntar con tono punzante:

─Muy lejos andáis de vuestras tierras, extranjeros ─esta vez sí perforó a los tres jinetes maliciosamente con su mirada─. ¿Qué os trae por aquí tan lejos de Verdya?

La respuesta de los forasteros no se hizo esperar, aunque no fue la deseada.

─Tienes buenas espaldas y refinadas manos para ser un simple pescador ─observó con fisgona voz el Estirpe Salvaje ignorando las palabras del rubio pescador─. Estarías bien pagado en los escuadrones del rey Arón, no perdiendo el tiempo con la simpleza de una caña.

─¡Ah, vaya! Así que malgasto el tiempo...

Rheysa enarcó una ceja y aguantó una mueca sonriente. Luego, aguardó el embate. Había acertado. Grynn se sintió ofendido y pasó a la carga.

─Deduzco por tus palabras, que los rumores que corren por Almaranthya sobre tu rey no son infundados. Acaso trato de adivinar que esos alistamientos que han traspasado incluso las fronteras deben de ser ciertos. Se dice que alista guerreros incluso por estas tierras ─espetó Grynn con voz enojada, subiendo el tono.

─Has oído bien ─apuntilló el Estirpe con guiño irónico─. Sus raíces han penetrado más allá de la frontera de Verdya, como bien dices. Centenares de servidores están creando puntos para enrolar soldados para la causa.

─La causa. ¿Qué causa? ─interrumpió Grynn.

─Un imperio único y estable como hubo hace miles de años cuando los Célicos reinaban por las tierras del Latifundio Antiguo. Volver a crear un reino con profundas raíces que perdure en el tiempo como lo hicieron ellos, los antiguos. No sé si habrán llegado noticias por estas tierras, del poderoso ejército que está formando Arón Yhuka ─Rheysa alzó su mirada y observó cómo el sol hacía que el cielo y las nubes ardieran en deslumbrantes tonos rojos y púrpuras. Con el brazo extendido dibujó un semicírculo en el aire acompañándolo con palabras en un tono rebosante─. A sus miles de hombres se han aliado tropas de lonarys, multitudes de gershyos y frathuas. También ciudades y pueblos que han sucumbido a sus dominios como Vhoas y Shunnas. Esta última ya une sus grupos de meditadores al servicio del nuevo y único rey. Además, el rey Arón tiene dispersados mercenarios por toda Verdya y Almaranthya, alistando a todo aquel que quiera unirse y blandir su espada junto a sus ejércitos, gente que se entregue para poder forjar un poderoso imperio. Arón comulga desde su reinado con esa unión y no parará hasta conseguirlo. Puedes estar seguro de ello.

─Lo sé ─asintió irritado, el rubio pescador─, conozco bien a Arón. Déspota y arrogante donde los haya.

─¡Enmudece tu lengua, necio! ─le amenazó con su enguantada mano el oscuro Rheysa.

─Hay un proverbio que cantan las voces de los hombres: “un rey está obligado a escuchar a su pueblo” y bien dicen, pero tu rey sólo se escucha a sí mismo ignorando el sentir de los suyos. No menos cierto es que, avispadamente, sus raíces se han extendido rápidas pero muy cerca de la superficie sin llegar a profundizar. Mal árbol, verdyo. Aunque se sienta orgulloso de su grueso tronco, se derrumbará con las primeras aguas y vientos de la guerra.

─Tienes la lengua muy suelta y bífida como una serpiente ─le maldijo Rheysa enturbiando rápidamente la mirada.

─Veo tus temores, forastero. ─El semblante del pescador se tornó ladino─. Bajo este cielo púrpura, abierto a los ojos vigilantes de los dioses que seguro testificarán mis palabras, os digo: que no venderemos nuestra espada ni nuestro honor almaranthyo a tu rey, Arón Yhuka, dejando que Verdya se proclame como único reino ─sentenció.
Grynn escupió a las rocas. Retrajo el hilo de su caña e ignorando la figura de los tres jinetes volvió a lanzar el cebo al agua.

─Tu osadía puede costarte cara, pequeño cobense ─repuso Rheysa─. Maliciar de los actos de nuestro rey es deshonesto pero injuriar su figura sin su presencia merece un castigo ejemplar.

─Al término de su confesión, tensó fuertemente las correas del caballo. El animal relinchó mordazmente alzando sus patas delanteras, dejándolas caer al instante furiosamente. Los cascos rebotaron como resortes en la roca donde se encontraba Grynn, causando un gran estrépito. Éste, avispado de reflejos, se revolvió huyendo del impacto, rodó unas cuantas veces sobre sí mismo cayendo irremediablemente al agua. Quedó sentado boca arriba con sus brazos apoyados hacia atrás sumergidos en el fango de la orilla.

Los jinetes carcajearon irónicamente al ver el baño del rubio Orador.
Dhàniel, acurrucado en el escondrijo de lo alto de la ladera, observó indignado el incidente. Su enfado le impulsó a coger el tirador con rabia y cargarlo con un pedrusco, aunque lo mantuvo inmóvil. Gesticuló para que Escarcha refrenara los continuos impulsos de salir del escondite.

─Tornad a Verdya y decidle a Arón, vuestro rey, que los almaranthyos jamás se inclinarán bajo una herrumbre como él y menos Grynn, “El Orador” ─el rubio pescador volvió a escupir, pero esta vez entre los cascos de los caballos.

Aquellas atronadoras palabras acallaron de golpe las grotescas carcajadas de los extranjeros, naciendo pronta la rabia en sus semblantes.

─Déjanoslo a nosotros. Le enseñaremos buenos modales ─perjuró el tardo que guardaba el flanco izquierdo del Estirpe. A su vez gruñó, dejando ver sus deteriorados y fuliginosos dientes como los de un animal de carroña.

El caza-recompensas, ensañado, esgrimió al viento su enigmático áspid de múltiples filos, pese a la apagada luz del crepúsculo, deslumbraba repetidamente. Una merecedora arma forjada en el mismo horno del averno.

Grynn enterrado en su quietud inicial, permanecía impávido pero expectante como los árboles y rocas de la orilla. Sus manos permanecían hundidas en el agua, al igual que su digna parte trasera y sus pies. Sus ojos persuasivos escrutaban todos y cada uno de los movimientos de los tres jinetes.

─Hace un bonito crepúsculo para morir. Lástima que el rojizo sol que visteis marchar haya sido el último para vosotros.

Los tardos carcajearon de nuevo. El Estirpe simplemente sonrió.

─Este rojo cielo servirá de testigo. Testigo de vuestras muertes. Tres han sido los errores que os conducirán a las fosas tenebrosas del infierno ─predicó Grynn.

─¡Prendedle! ─dijo Rheysa apuntando con su amenazante espada─. Será un placer llevarte ante el rey Arón y ver cómo corta esa nebulosa lengua que cuelgas.

Dhàniel sintió cómo su corazón se aceleraba viendo el cariz que tomaba el altercado. Ahogado por la tensión, levantó el tirador y apuntó. Un escalofrió le recorrió todo su cuerpo al ver al Estirpe en su punto de mira. Aquello le superaba. Repentinamente ocurrió lo que estuvo intentando impedir desde que se agazapó entre los setos. Escarcha con una ansiedad imparable, se precipitó pendiente abajo bramando entre el ramaje y las moles de piedra. Apenas se le distinguía corriendo entre la frondosidad del acantilado, salvo por el rastro de polvo que se elevaba huidizo por encima de los setos.

Los jinetes, consternados por los aullidos de la criatura que se acercaba, sacudieron sus caballos inquietos. “El Orador”, al encontrarse frente a la amenaza que se aproximaba oculta entre la vegetación ni se perturbó, siguiendo con el interrogatorio visual de los jinetes. En breve “echó más leña al fuego” y continuó con su plegaria:

─Si en verdad me protegen los dioses, a ellos me encomiendo y eximan de todo mal mis actos, bajo este cielo eterno me resguarden. Que así sea.

Y con una velocidad endiablada las manos ávidas de Grynn, vomitaron desde el profundo lodo dos dagas que bramaron en el aire, impactando de muerte cada una de ellas en los fornidos cuellos de los tardos y provocando sendos borbotones. La sangre manó armadura abajo. Sus rostros habían quedado pétreos por el sorpresivo golpe. Sus pesados cuerpos cayeron de espaldas como grandes rocas al suelo. Uno de ellos quedó medio sumergido en las aguas.

─El primer error ─anunció Grynn─: Jamás pierdan de vista las manos del enemigo, pues ellas, y sólo ellas, pueden llevaros a la muerte. ─Rheysa, atónito, contempló la encerrona. Sus dos escudos vivientes habían caído. Sin tiempo, vio cómo su adversario, tras haber lanzado el ataque, platicaba de viva voz aquel desafiante mensaje a la vez que se revolvía quedando oculto detrás de unas rocas. El caballo del caza-recompensas piafó en círculos, desconcertado. Blandía el áspid sin rumbo definido cortando el aire.

En ese mismo instante apareció Escarcha bufando tras el Estirpe Salvaje. La diminuta mascota se mantuvo a una considerable distancia esquivando las fatigosas envestidas de las pezuñas del caballo de Rheysa, que, nerviosas, salpicaban grandes mezclas de agua y arena formando un amenazador nublo de confusión. Las pupilas encarnadas del extravagante jinete se engrandecieron al ver a Escarcha, ardieron por momentos entre la franja tintada de su piel y, ante el asombro de todos, profirió maldiciones y conjuros ilegibles que sólo él llegó a entender. Tan sólo quedó audible, y grabado el grito de:

Vygylante. Vygylante.

De un arrebato cruel con su mano izquierda lanzó hacia el animal la estrella punzante que descansaba en su cinto. Enseguida, el metal, como bumerang voló dibujando un arco de arriba abajo siseando agudamente. Escarcha, encolerizado y ante el asombro de todos, esquivó expertamente la estrella. Ésta, encontró a su paso una piedra de la orilla seccionándola limpiamente e impactando al final de su vuelo contra el suelo, enterrándose y abriendo un gran orificio.

Dhàniel, alojado en el montículo, apuntó. Inspiró profundamente; el jinete seguía ahí, bailoteando en el centro de su punto de mira. Hasta que no lo tuvo inmóvil, no lanzó. Con ímpetu soltó la pulida roca de su lecho y a su vez gritó de ira:

─¡Sálvalos! ─rugió.

La piedra violentó el aire rauda como una flecha. Golpeó el rostro del Estirpe. Un sonido bronco y seco dio paso al derrumbe del jinete, derrocándolo del caballo.

Dhàniel, reventó de alegría al ver al forastero tumbado en la arena a orillas del Lago arrastrándose a gatas como un animal desconcertado.

Rodó una leve tregua; los tres miraron fijamente los movimientos de Rheysa. Dhàniel desde lo alto, Escarcha, a escasos metros de él, y Grynn, cobijado detrás de la roca. El impacto de la piedra le había provocado una hemorragia en su ojo derecho formando un reguero de sangre que le corría por el pómulo hasta desembocar en la barbilla, desde donde la sangre se precipitaba gota a gota al vacío tiñendo el suelo.

Quejumbroso, Rheysa intentó ponerse en pie. Pese a su abatimiento, no se había desprendido de su arma en forma de “S”. El negro de su vestimenta había empeorado al igual que su lustre, bañado de lodo y agua. Tambaleante, por fin, consiguió enderezarse y alzar su malogrado cuerpo. Levantó su sanguinolento rostro al rojo cielo dejando ver su perjudicada mirada. Injurió a los allí presentes interrogando con torpeza el lugar donde había nacido el certero proyectil y sin perder de su zona de visión al predicador, que aún le observaba desde su improvisada protección, adelantó su espada manteniéndola en guardia.

Dhàniel se desmoronó al ver al Estirpe nuevamente en pie. Cogió otro peñasco y lo cargó en su tirador, rebelde en su empeño, y apuntó. Esta vez sentía debilidad, como si las fuerzas se hubieran esfumado con el primer disparo. Le albergó la duda de fallar, cosa que nunca le había ocurrido cuando empuñaba su pequeña arma.

Grynn, apoyado junto a la roca que le guarecía como parapeto, volvió a desenvainar dos nuevas dagas que escondía hábilmente debajo del largo chaleco que se acababa de desabrochar para el momento. El escondrijo, un cinto ancho que le rodeaba todo el musculoso torso, donde se alineaban milimétricamente las cuchillas, tan sólo dejaba visibles al ojo, las empuñaduras. La muerte afilada de cada una de ellas dormía en el interior del cuero. A pesar de los cuatro vacíos que rompían la hilera quedaban cerca de seis o siete más reposando hasta ser llamadas.
El Orador inspeccionó el terreno; brincó en dirección a unos matorrales que no se hallaban lejos de él. Escrutó cómo Escarcha acosaba a Rheysa. Grynn, sin perder de vista al Estirpe lanzó dos nuevas dagas en un arrollador ataque. Unos movimientos, precisos y fugaces, con una técnica casi inhumana. En su vuelo clamó el segundo error:

─Traspasar la frontera y adentraros en campos almaranthyos ha sido vuestra segunda equivocación.

El oscuro caza-recompensas agarrando expertamente con sus manos la empuñadura y ostentando un virtuoso manejo de su áspid, esquivó con una facilidad pasmosa el par de cuchillos rechazándolos como si de insignificantes juguetes se tratara.

Volaron otras dos dagas, y luego otras dos, mientras Grynn se revolcaba de lecho en lecho tras los ataques. Piedras por la retaguardia empezaron a silbar y silbar siendo también rechazadas con impactante facilidad por las hojas de la extravagante espada. El Estirpe no flojeaba en ninguno de los impactos. Es más, a medida que iba rechazando ataques su rabia crecía vomitando nuevas maldiciones y conjuros. Su arrogancia era tal que consumía los ánimos de sus contrincantes.

Escarcha bufaba y respingaba incordiando en el medio de la lucha, siendo contestado y rechazado por los duchos mandobles del Estirpe Salvaje: ─¡Vygylante!, le gritaba en cada uno de sus ataques.

Rheysa, viendo el agotamiento de sus rivales pasó al ataque. Corrió serpenteante hacia los punzantes ojos de Grynn que le acechaban en todo momento. Sendos mandobles, izquierda y luego derecha en horizontal al suelo pasaron cerca de la cabeza ágil del predicador que se revolvió entre las rocas y el cuerpo de su atacante. El áspid cortaba todo lo que encontraba a su paso por tosco que fuera.

Dhàniel dejó de lanzar sus proyectiles de piedra por miedo de dar a Grynn, pasando a ser mero espectador de la enzarzada pelea.

─Tú sí que has cometido el peor error de todos, pobre mortal, el único que te conducirá a las tinieblas, privando a tu ingeniosa lengua de pronunciar ese tercer fallo ─rugió Rheysa.
Las sacudidas de la espada cobraron mayor agresividad y fuerza. En una de las aceleradas huidas de Grynn resbaló y quedó a merced de la tremenda figura negra. El rubio Orador yacía nuevamente boca arriba pero esta vez sobre el embarrado suelo, sus manos podían verse sobre él, sin arma alguna.

─Nunca debiste provocar a un Estirpe ─bramó Rheysa con su bota de cuero sobre el cuello de su oponente. Mientras, rechazaba y mantenía alejado a Escarcha con la extravagante espada. Enseguida, y con la endiablada habilidad que poseía, voló la hoja de su acero oprimiendo la yugular del caído contrincante.

Grynn tragó saliva. La sombra de la muerte se dibujó en su pensamiento.
De pronto, un golpe bronco cambió la tremulota voz del Estirpe por un grito desgarrador que sobrevoló todo el valle, cortándole hasta la respiración.

─¡Gigante! ─espetó Dhàniel desde su elevada posición.

Thelmor había surgido de entre la maleza atestando un hachazo mortal en la espalda del ser negro. Rápidamente vio cómo desenterraba la hoja del arma incrustada entre los omóplatos y ante los desorbitados ojos de todos lanzó una segunda y tremenda embestida con el manchado filo del hacha tronchando el cuello de Rheysa, que resultó definitivo. El sangrante cuerpo sin cabeza cayó pesadamente sobre sus propias rodillas en el áspero suelo, precipitándose sin vida hacia delante momentos después como un muñeco de trapo.

Un silencio apático se apoderó del lugar. La tenue luz envolvió a Thelmor y a Grynn que discutían por el desenlace de los tres forasteros, con un fatigado Escarcha que merodeaba sinuoso, alrededor de ellos, olisqueando aquí y allá. Dhàniel fue el último en unirse al grupo tras descender por el barranco. Para entonces, cesó la riña entre los dos, y el tono cambió sopesando las causas y los trastornos que podían sufrir con la muerte de aquellos tres hombres.

─Aún no puedo comprender cómo apareciste aquí ─dijo Dhàniel perplejo, acercándose a Thelmor que limpiaba su ensangrentado hacha en el agua.

─Muchacho... Hay cosas en este mundo que es mejor obviarlas ─carraspeó un tanto obligado, y con una mueca en la comisura de sus labios su tono cambió─. ¡Por todos los dioses! Hacíais tanto ruido que hasta tu madre desde el hogar os habría oído ─Dhàniel, perplejo y enterrado entre sus hombros, asintió.

Thelmor secó el arma en su propia vestimenta y lo guardó en el petate que llevaba colgado a su espalda.

─Os he metido en un buen lío ─dijo Grynn poco después, abatido─. Las gentes de Coba en la vida lo comprenderán. Tanto si encuentran los cadáveres como si no, estamos en problemas. El cielo es testigo... ¡maldita sea! El Estirpe en ningún momento me dio buena espina ─El rubio Orador, sin perder un solo segundo, mientras hablaba rebuscó entre las ropas y los enseres de uno de los tardos─ Cuando les echen en falta seguirán su rastro hasta aquí y muy pronto Coba será un hervidero de verdyos en busca de respuestas. Para entonces será muy peligroso permanecer en la aldea.

Grynn reunía los enseres y armas que le fueran de provecho, almacenándolos en una de las alforjas de los caballos.

─¡Mirad! ─Grynn alzó unos pergaminos para que Dhàniel y Thelmor pudieran verlos. Permanecían perfectamente enrollados. Rheysa los había llevado escondidos entre sus ropas.

─Pueden sernos de gran ayuda ─afirmó Thelmor.

─Quizá encontremos en ellos la razón de su visita ─corroboró Grynn. E igualmente los guardó, pero esta vez no fue a las alforjas; lo requisó introduciendo el rulo de pergaminos en su cinturón.

Llevándolo consigo estaría mejor guardado, pensó.

Los momentos que prosiguieron después fueron de un espeso silencio, únicamente roto por el relincho de alguno de los tres caballos que Thelmor acercó a la vera de un robusto pino. Dhàniel andaba pululando como inerte sin querer mirar fijamente ninguno de los cuerpos ensangrentados. Sólo topaba con ellos cuando sus ojos buscaban a Grynn, que despojaba ruinmente cualquier cosa que les pudiera servir. Ese saqueo, a él le parecía inhumano y mezquino, y se retiró unos pasos del lugar con la cabeza baja.

─¡Toma! Con esa puntería que exhibes deberías probar con esto ─dijo Grynn desde la distancia ofreciendo a Dhàniel el arco y el carcaj de uno de los derrotados tardos.

Él dudó en un primer momento. Sin embargo, se resignó y se acercó.

─Acéptalo como un regalo del cielo. Llegado el momento podría salvarte la vida. ¡Ah! Y... gracias por tu estimable ayuda ─Grynn sonrió y antes de continuar con sus registros, le guiñó el ojo ─Te debo una.

Dhàniel agarró fuertemente el arco y girándolo ante sus ojos lo admiró. Tenía tallado escenas de combates a lo largo de la arqueada vara. Simplemente el hecho de tenerlo en la mano le produjo una mezcla de congoja y bienestar, e involuntariamente se le escapó una mueca sonriente y dijo entre dientes en voz baja, como si no quisiera que Thelmor se enterara:

─Al final no pronunciaste el tercer error ─esta vez, sí que sonrió abiertamente.

Grynn carcajeó automáticamente. Se levantó dando por concluida la investigación de los cuerpos, miró con picardía a Dhàniel y le contestó:

─Eres muy observador. Y meticuloso, diría yo, pero llevas toda la razón, y bien es verdad que me quedo a medias de mis oraciones siempre, y rabia me da por ello, no te creas ─hizo un énfasis en la última frase─. Sinceramente son dos los errores no oídos y no uno, pero me temía que no llegaría ni al tercero, como para decirle los cuatro que cometieron, como finalmente así ha sido.
Dhàniel se había quedado como un molde, esperando con una expresión vulgar y pánfila a que Grynn no se detuviera por nada del mundo y que le destapara el tercer error.

Grynn pudo pronosticar los deseos de Dhàniel.

─Veo que te intriga la curiosidad, pues el tercer error que cometieron fue decirme que soy cobense, cosa que no es del todo cierta... ─se le acercó al oído y miró a su alrededor para cerciorarse de que Thelmor no lo escuchara─, y... no se lo digas al Gigante, pero la verdad es que... no me gusta el agua ─le susurró con vergüenza.

Dhàniel frunció el ceño ante el enunciado del tercer error; por el motivo del cuarto, sonrió y hasta se le escapó una carcajada que pronto tapó con su mano.

Enseguida empezó a pensar sobre lo que le había dicho Grynn. El conocimiento que tenía sobre él quedaba totalmente desarbolado. Al menos, creía recordar desde que tenía uso de razón, que Grynn había vivido, allí, en su escondida cabaña en lo alto de la colina junto a los grandes robles del elevado camino, siempre en Coba. El cansancio y el abatimiento pronto mermaron sus pensamientos, que iban siendo a cada momento destrozados como muros. Su mente había recibido muchos golpes ese día. Ese día que nunca olvidaría en la orilla del Lago de los Zafiros.

─Volved a la aldea, y tú, Grynn, advierte a Iris de lo ocurrido. Dile también que unas horas antes que despunte el alba nos reuniremos con ella en El Refugio; ya sabes dónde. Debemos tomar una decisión ─pronunció Thelmor con mucha autoridad, mientras Dhàniel escuchaba abrumado aquella orden─. No hace falta que acuda el chico, que lo sepa igualmente. Llevaos los tres caballos y ocultarlos de los aldeanos. Yo me quedaré escondiendo los cuerpos y restableciendo el orden del sagrado valle. Apresuraos, pero procurad pasar desapercibidos. Que el cielo os guarde.
Ambos, seguidos por Escarcha partieron senda arriba a lomos de los caballos. Grynn llevaba amarrada la brida de un tercero, que les seguía a la zaga. La oscuridad fue engullendo paulatinamente sus figuras a medida que se iban alejando por el escarpado camino, llegando en poco tiempo a un promontorio. Dhàniel giró su rostro antes de abandonar la depresión del valle. Su descorazonado semblante observó la escena desde lo alto. Thelmor, insignificante en la lejanía, arrastraba a uno de los caídos y se apresuraba a ocultarlo junto a una zona frondosa y de difícil acceso.

─El valle... mi paraíso... ¿qué hemos hecho, Thelmor, buen amigo?, ... ¿qué hemos hecho? ─pensó desconsoladamente.

Sabía que al igual que aquellos cuerpos que descansaban inertes, su alma también había quedado herida; una herida profunda que había empezado a carcomer toda su inocencia. Una herida que posiblemente nunca llegaría a cicatrizar. Retiró su mirada del ensangrentado paisaje y volvió su rostro hacia el estirado cuerpo de Grynn. Y cabizbajo, agarró con más fuerza las bridas de su corcel y cabalgó llorando en silencio.

MiánRos

Fragmento del capítulo 4 de La Leyenda de Almaranthya 1 El despertar.

* * * * * * * * * *
La Claridad, de ojos tan luminosos como cotillas, ha vuelto a entrar por mi ventana aun sin llamarla, y ha curioseado las superficies de casi todo lo que pende en el pequeño recinto de paredes "goteladas" que suelo recorrer tan a menudo. Lo ha hecho con prudencia (astuta y vieja claridad), pero la he visto, y me ha despertado con el roce de sus manos brillantes. Y, aun cuando los ecos del último rif de la guitarra de Fito no han abandonado mi cabeza desde ayer, no sé ni cómo ni por qué, ha hecho que me levante, me duche, desayune y me siente, dispuesto frente al ordenador como si la misma máquina me hubiese llamado; estoy seguro que no lo hizo, pero a veces tengo la sensación que estoy equivocado y sí que me llama, en un idioma sutil y atrayente; no me preguntéis desde cuando tengo el don de entender esta regla tácita entre ambos, pero es así. Y heme aquí, enfrentado a la página en blanco que todo escritor conoce bien, como si fuera un pariente cercano que viviera al otro lado de la casa.

"Buenos días MiánRos" me suelta al verme frente a ella; además de limpia esta página en blanco es educada a la par que paciente, y espera que la cuide y la dote de emociones y vida, vistiéndola con frases para no sentirse desnuda ante ti, lector. No obstante la miro y no sé el vestido que he de escoger esta vez; ¿acaso mi musa se ha ausentado unas horas? Debería, sí; también tiene derecho pues es domingo y todo el mundo necesita descansar aunque seas diosa o musa... creo que yo también lo haré. Descansa musa mía, quizá mañana tengamos más trabajo que ayer...
MiánRos
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martes, 17 de noviembre de 2009

HE SALIDO A PASEAR, y he cruzado mi mirada con la gente. He surcado por entre el cauce de murmullos, de comentarios, de expresiones y hasta he curioseado el descaro que muestran sus rostros al hacerlo. Quizá lo haya hecho contigo, y lo más seguro que no te vuelva a ver jamás, al igual que a ellos, pero no importa. Quizá algo valió de cuanto vi. O quizá no, y regrese de vacío, con la simple sensación de bienestar de un paseo más, salpicado por el frescor de la mañana. Pero si por el contrario he hallado una descarga en mi interior... el bienestar me abrigará, y se encenderá la chispa que enciende el fuego que estoy preparando para ti con recios brazales de leños y ramas. Es mi forma de darle forma (permitidme la redundancia), para establecer el ambiente requerido en mis escritos. Que luego espero leerás (quizá tardes años) algo que descubrí en otro o en ti. Leerás sentado o tumbado pero tranquilo, al cobijo de esa lumbre que preparé para ti, mientras yo volveré a estar lejos, paseando, buscando, experimentado sensaciones que me llenen de inspiración, pues mi vida y cuanto escribo está lleno de instantes tuyos... y tuyos... y tuyos también. Aunque quizá cuando tus ojos aún estén leyendo lo que escribí, yo esté más lejos que ayer; tal vez allí, bajo la frescura que me ofrece aquel árbol prieto en hojas, copiando su reposo y su aliento, sin prisas, asomado sobre el arcón de mis recuerdos, y desempolvando algún instante que quizá viví junto a ti y guardé para escribir.

Mañana saldré a pasear, quizá esta vez sí me cruce contigo...
MiánRos
ABRAM. EL NUEVO CONDE DE LOS VAMPIROS. Todo está oscuro, nada incita a pensar que es lunes. De pronto, una veintena de fluorescentes se activan a plena potencia, todos menos uno; El Tuerto, que se enciende y se apaga, se enciende y se apaga... revelando las formas que permanecían dormidas a ambos lados del corredor.
El murmullo vuelve con la luz.
─Este es un buen lugar. Por aquí pasan muchas jovencitas...
“Sí, lo es. Pero ya nada será igual.”
─¡Calla, Mentemía!
“Cuándo vas a convencerte de que te apresaron. Nunca escaparás. Estás encerrado de por vida.”
─¡Incrédulo! Mis antepasados y hermanos vampiros vendrán y me sacarán de aquí; pero mientras esto suceda, hay que alimentarse.
“Jamás vendrán. Todos están encerrados como tú; hay cientos... yo los vi. Los metieron uno por uno en las celdas. Celdas pequeñas e incómodas como la tuya.”
─Sí que lo harán. Aparecerán tarde o temprano. Soy Abram, El Nuevo Conde de los Vampiros, y por El Gran Roble y la promesa que juré bajo su sagrada sombra, que acudirán a mí.
“Estás rayando la locura. El encierro te trastorna.”
─¡Calla!
“No, no puedo callar mientras no admitas que no eres conde de nada.”
─¿Y las víctimas? Cientos de ellas cayeron a mis pies bajo la violencia de mis colmillos; el Roble es testigo...
“Lo soñaste.”
─¡De eso nada! ¡El Roble creció y extendió su copa de hojas gracias a las jovencitas que yo le entregué!
“Nada de lo que dices existió realmente.”
─¡Noooooo...! ¡No quiero oírte! Me enfrenté sin miedo a la joven de manos y ojos gigantes sin desfallecer...
“Ella fue la que te encerró.”
─¡¡Noooooooo...!!
“¡Sí! Y otra, tan grande o más que ella, y de su misma raza, te condujo hasta aquí.”
─¡Mientes!, no fue así.
“Sí que lo es... ¡Y estás perdido!, lo quieras o no. ¿Quién se atrevería a sacar de aquí a un Conejo-Raro como tú?”
─¡Calla, te digo! ¡No soy un Conejo-Raro! ¡Es un disfraz para cazaaaarrrr!
“Estás ridículo.”
─¿Por qué me haces esto? ¿¡POR QUÉ ATORMENTAS MI CABEZA DE ESTA MANERA!? Aún conservo el sabor de la sangre en mi reseco gaznate... Y seguirá así si no logro aplacar tu voz. Ahuyentarás a mis niñas, mis tiernas presas, y entonces ya no podré cazar; harás que me sienta inútil de verdad. Terminarás ablandándome, Mentemía.”
“Chss... Silencio. Alguien viene.”
Abram olvida por un momento la trifulca y se relame sólo de pensar en la cercanía de un jugoso cuello que poder morder; hace semanas que no come.
Los pasos se intensifican y se acercan.
La suerte parece aliarse con el vampiro. Las pisadas se detienen cerca de él.
Abram descubre su presa, y la zona tierna donde abalanzarse; consigue encharcar de sangre su imaginación con la proximidad del festín. Ahora es el momento, piensa.
Pero de repente, es incapaz de moverse, pues su futura víctima mueve los ojillos y le ve.
─Mamá, ¿puedo llevarme este conejito de colmillos largos? ─pregunta la niña.
─¿Éste? ─La madre coge la súper colorida caja de cartón, y observa la silueta del interior apresada e inmóvil tras el plástico transparente. No parece gustarle lo que ve y arruga el gesto; no tarda en bajar la vista hacia su hija─. Es un Conejo-Raro... ¿No prefieres mejor este puzzle de ovejitas? ─señala.
La niña levanta los ojos.
─Bueno, vale ─murmura sin pensar. Es aún joven y fácil de convencer.
La madre le baja el puzzle y se lo da; enseguida las dos echan a andar.
Vuelve el silencio, y con él, el triste desconsuelo de todos los muñecos “No Escogidos” inunda el corredor, pero esas emociones, ésas precisamente, nadie las llegará a escuchar...
¡Un momento! Creo que hay un sentimiento más activo que todos los demás. Y si no me equivoco, proviene de aquella caja súper colorida que la mamá volvió a dejar en la estantería.
¿Abram?
Sí, es él.
“Te lo dije, eres un Conejo-Raro, Abram. Vete haciendo a la idea de que nadie te sacará de aquí.
Tus hermanos vampiros están encerrados como tú... ¿sabes ya lo que significa Encerrados?”
─No empecemos otra vez... Mentemía, por favooooooorrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr...

Las horas pasan y la oscuridad regresa al corredor.

*****

De repente, El Tuerto se enciende, se apaga, se enciende... guiñando el ojo a sus hermanos. Nada incita a pensar que es martes...
MiánRos (Quedan reservados todos los derechos sin permiso de su autor)

lunes, 16 de noviembre de 2009

El Caballero de la Armadura Amarilla

EL CABALLERO DE LA ARMADURA AMARILLA La historia que os voy a contar ocurrió hace algún tiempo, no tanto que se escape a la memoria, ni tan cercano que se adelante a los recuerdos. Fue una historia que se instaló en mi conciencia justo en la estación de una era intermedia; al término de una primavera próspera, de días largos y noches cortas. Donde los crepúsculos se entregaban dichosos a cientos de golondrinas de alas negras y picos dorados y chillones; de diminutos cuerpos allá en lo alto (se diría casi mosquitos), aves veloces e inquietas como veintenas de manos sucias, casi negras, intranquilas y hambrientas.

Hace algún tiempo de esa historia, sí.

Todo ocurrió al caer la noche, la noche que tomé la puerta y salí de casa, despacio, diezmado por la morriña, con la mirada baja, como poseído por el alma de un errante, siervo de la propia calzada que debía recorrer; no hacía falta el instinto, no hacía falta querer, sino dejarse llevar, pues el recorrido y el lugar que debía alcanzar eran de sobra conocidos; la repetición se hacía con los días aburrida... lo llegaba incluso a detestar. Sin embargo, aquel desenlace, lejos de la rutina, iba a ser diferente a los demás. Fue alzar los ojos, y una sensación cálida al roce del bochorno me anegó por completo, como el insoportable calor que sometía al mundo aquella noche. A golpe de corazón, lo vi; allí estaba, caído; tenía la armadura amarilla casi deshecha, apenas podía hablar, creo que ni lo hizo, ni siquiera estaba en condiciones para reclamar auxilio. Si bien, ecos de una gran batalla se podían presumir fluyendo a su alrededor, sombras inciertas y dispersas, acaso lejos, habían escarbado junto al vencido. Pero seguía allí, su cuerpo era un escombro borroso casi indivisible de la oscuridad y el resto de siluetas arruinadas, yaciendo entre montones apilados de deshechos; escombros y más escombros sin valor, olores y más olores nauseabundos y repugnantes que contrastaban de bruces con la soberbia presencia, aun abatida y rendida, del Caballero de la Armadura Amarilla.

─"¿Quién te ha hecho esto, Caballero?" -preguntó mi propia alma, encogida por entero.

Él no contestó.
No podía ser cierto lo que estaba viendo, pero lo era. Y no tuve por más que reaccionar: tendí mi mano y le levanté. Él se dejó hacer, vulnerada toda condición, toda gallardía, lejos de su brío en las praderas de la guerra, donde en condición digna, lucharía de igual a igual y donde su honor reñiría con casta por no volver a ser herido. No obstante, ahora su aspecto era débil, se veía derrotado, casi perdido. Pero eso no era lo peor para un Caballero de su rango, lo peor era sentirse inútil, olvidado, sin un señor ni imperio a los que servir.

Y fijaos que aparte de mí, sólo los ojos de la soledad fueron testigos de lo que os cuento; y aunque quizá hubiera miradas escondidas entre las sombras, y digo quizás, ya que los ojos escondidos en las sombras son curiosos y, de tanto en tanto, practicantes a la hora de intercambiar miradas con otros ojos. Por tanto, arriesgado es y casi mágico por mi parte, si esto que os digo lo pudiera afirmar; y si las hubo, de nada me inquietó que me observaran.

Arropé al guerrero con mi brazo amable y lo guié hasta mi hogar, como bien podéis imaginar; no sin reunir, incitar y blandir mi Ejército de Iras contra el enemigo que había amputado la dignidad de un Caballero.

Ya, bajo techo, lejos del raso y del redil brillante de la luna, El Caballero de la Armadura Amarilla empezó a cambiar. Sí, debéis creerme, pues su cuerpo a la luminaria y al abrigo de paredes humildes y desnudas, empezó a relumbrar. Un suspiro, no sé si suyo o llegado de mi anhelo, envolvió el instante.

─"¿Quién te ha hecho esto, Caballero?"-repitió mi alma, tras estrellar de nuevo mi vista con su maltratada estampa.

Aquí viene lo que él me dijo, apretado en deseos que no en la palabra, luego no habló. Podéis creerme y cierto es, pues no hicieron falta voces, ni gestos, ni miradas, para saber lo agradecido que estaba. Adiviné su sonrisa, fiel y diestra de su raza, sirviente de su Señor, siempre esclavo en cuerpo y alma. Ahora me servía a mí, yo que nunca he sido nada, y menos de inclinación solemne, de espalda reposada en tronos, de esos de oro, de esos de terciopelo suave y grana.

A su deseo, mi gracia. Le dediqué mi tiempo; atendí a su historia; y era grandioso, muy grandioso lo que en ella me contaba. Y he aquí, que renacieron sentimientos de otra era, pero de gentil palabra. Y su historia me envolvía, y me alejaba de mí, y me llevaba lejos, más lejos, junto a los hombres de hazañas, junto al Gran Alejandro, junto a su única estampa; una estampa de sobra conocida, soberana, diestra y magna; al grito de su infantería, al grito de sus falanges, al grito de miles de hombres a una sola garganta:

"¡Alalalài! ¡Alalalài!".

Él se divertía de narrador, yo me deleitaba de confidente. Y pasaron los días, uno tras otro, y El Caballero me contó toda su historia, pero no cualquier historia, sino la que llevaba tallada en su corazón.

No obstante, y por muy bella y épica que fuera aquella historia que El Caballero me contó, más bellas y grandiosas historias atisbé, estacionadas en sus soledades. Y sin saberlo e incluso sin querer, caí en la cuenta y descubrí su poder, su escondida fuerza y la auténtica honestidad por la que El Caballero luchaba. Ahora era consciente de su influjo. Conocía parte de mi historia, mis movimientos, mis gustos, mi vida, pues habíamos compartido el tiempo; se había colado en mi casa, había conocido a los míos, y a la par que me contó su vida, había atesorado la mía, poquito a poco, sí, la mía. Hasta mi huella había quedado gravaba en su Armadura Amarilla para siempre, como todas las demás. Ahora yo formaba parte de esas historias que él velaría abrigado en sus largos periodos de soledad.

Y debéis saber que El Caballero vigila siempre mientras sostiene la ilusión, esperando el momento de sentirse útil y terciar en la batalla, abrir su corazón a los nuevos señores, aunque quizá lo haga con el mismo que ahora le mantiene, sólo éste tiene en su mano la suerte de concederle tal esperanza. ¿Acaso se baña en esa seguridad? Sí, seguro que sí. Pero es prudente; la prudencia no desmerece la valentía. Mas se siente confiado y tranquilo de que su señor no acabará avergonzándole, arrojando su cuerpo entre montones de deshechos malolientes que crecen cada vez más a menudo por el mundo.

Él es, ante todo, un Caballero...

MiánRos

Relato del Latifundio Antiguo: AGUA DE LUNA

AGUA DE LUNA. Lo que aconteció en la ciudad de Naghúm, antigua tierra sagrada de Grey-An, quedó escrito para ser contado y recordado, y ahora leído para todo aquel que esté dispuesto a escuchar.
El relato decía así:
Ni siquiera la penumbra de la gruta era rival sorprendente como el pesado silencio que soportaban los oídos de los dos muchachos, atrincherados en el diminuto codo que les concedía la sepultada construcción.
No apreciaban movimiento alguno, ni luz natural que habitara allá donde se habían atrevido a descender. La antorcha que los había guiado por sendas y túneles estaba consumida sobre el terreno expuesta al deterioro del olvido, junto a la pequeña bolsa de piel que habían llevado con alimentos (casi vacía con el paso de los días). Sólo el tosco olor de la madera quemada permanecía presente, y se alargaba por la profunda oquedad flotando más allá en su conquista, llegando a terrenos prietos y aislados.
Durante el viaje los dos muchachos habían determinado un pensamiento: dejar arriba el miedo antes de exponerse al reto y a la incertidumbre de aquel estómago de arena y piedras.
Por encima de sus cabezas habían recorrido un primer nivel, consolidado por galerías y cámaras donde dormían erguidos muros primorosos y labrados casi en su totalidad. Dando forma a las demarcaciones, trabajadas columnas en la roca viva que soportaban pórticos engalanados de estatuas, muchas rotas, muchas rendidas en el suelo, semienterradas. Efectivamente, el soterrado enclave era un visible retumbo de una civilización antigua y próspera, y dichosa, que habitó núcleos íntimos ocupados por claustros llenos de vida, donde ahora sin embargo, se mantenía como única criatura viviente el ancho brazo de la tiniebla y el temerario ser que osara adentrarse en ella; lejos, muy lejos quedaba La Esencia de la Luz de las gemas que alumbró la presencia Célica en aquella gruta.
Sobre el deforme techo de las cámaras de la primera zona se encontraba otro nivel, el más alto, la superficie. Y a ras de ésta, una vasta extensión donde se ensanchaba la ciudad de Naghúm; urbe de glorias reunidas; construcción siempre vigilante desde períodos lejanos, que reposaba ahora ante la observadora diosa, la noche.
Un suspiro, reflejo de cansancio o quizá resignación acumulada, reverberó en la bóveda.
─Vuelvo a tener hambre ─musitó Arhel. Su voz desveló la creciente debilidad que sostenía tras el paso de las horas, incalculables en medio de la negrura; sujetos a su voluntad, movidos por el mandato.
No había sido fácil llegar a la hendidura indicada, y los desacostumbrados músculos de los dos muchachos aún no se habían recuperado del esfuerzo realizado. Y, sin embargo, se esforzaban por desterrar de su lado el desaliento. Tal vez se tuvieran que comer a los Othays, ya que éstos, además de emitir una liviana luz biliosa y pobre que dejaba distinguir los contornos alzados alrededor del campamento, eran larvas bastante apreciadas en los guisos Quibeys; alimento distinguido que daba vigor a todo aquel que se aprestara a comer tal exquisitez; difícil de encontrar lejos de Naghúm, por otra parte.
─No desesperes ─sugirió la sombra que estaba junto al joven Arhel─, ya oíste a Padre: "...que vuestra mirada no sucumba a la pereza de la soledad, ni la ansiedad se anticipe a la intuición. Dormir en turnos, dentro de lo posible, pues el conjuro de la tiniebla es pesado y burlón y tratará de bloquear vuestra certeza, alterando la inclinación de las sombras y enredando la disposición de los caminos; bajo Naghúm uno mismo cambia, como las negras arcadas, gemelas al novicio ojo".
>>"Cuando creáis haber alcanzado el lugar, emplearos en el silencio y la calma; aguzar el sentido; el instante no será largo, pero sí el preciso. Sólo entonces vuestra visión llegará desde el corazón, confiar en él. Luego de haber hecho lo debido, guardar fuerzas para la vuelta, pues muchos no regresaron, y muchos otros que aún están por marchar tampoco volverán del imperial dédalo que vais a enfrentar ahora. Suerte, hijos míos".
Aquellas palabras de Padre fueron reforzadas por la mano de Hyuna, que intuyó a su lado el hombro de Arhel y lo sujetó con toda voluntad, quien sintió la fuerza del consuelo y se estremeció, dejando escapar otra muestra de impaciencia.
Los Othays parece que brillaron con mayor intensidad y propagaron su luminaria esbozando pequeños perfiles revelando muros adyacentes, e incluso se distinguió por un momento el remanso de agua viva que manaba silenciosa del interior de la roca; una extendida seda que parecía dormir en un recortado remanso, estancado y gris, desolado al punto de oscurecerse para siempre. Al cabo, la luz de los Othays menguó; inesperadamente, el filo de las rocas y el puñado de sombra que formaban los dos hermanos se disipó ante la oquedad profunda del atrio, allá distante. No obstante, no hacían otra cosa que mirar el estanque, mudos y sin movimiento alguno, cual guerreros al acecho de una presa.
Tremendo error, pues Arhel estaba lejos de tal grado; era una cuarta más pequeño que Hyuna, aunque nunca lo había tomado en cuenta, porque sabía que tarde o temprano y con el favor de los alimentos y el goteo de los días crecería hasta alcanzar a su hermano. No es que Hyuna fuera alto, y mucho menos guerrero todavía, y aunque le faltaba poco para serlo, ya había batallado con muchachos incluso más altos que él, que entrenaban sin reservas para serlo. Sin embargo, uno y otro eran aún pequeños; la coronilla de Hyuna no superaba todavía el pecho de Anthygua, su padre: grueso y alto donde los haya, sobre todo si hubiera nacido roble. Era sabio hasta lo que puedo contaros de él, de zancada corta, mirada profunda, y ojos rasgados de pupila oscura coloreada por vetas verdes y brillantes, eso sí; fiel semilla se advertía en sus hijos. Era vetusto a la par que solemne, y distinguido, me atrevería a acrecentar sin duda; testarudo además. Pero sobre todo, su voz era respetada y seguida entre las familias más antiguas que habitaban las primitivas casas de la ciudad de Naghúm. Mas era Quibey, signo inequívoco de raza tenaz y diestra, de cuerpo escudado y rocoso como armadura; así era Anthygua, como así era la pretensión que anhelaba o quizá mayor, indudablemente, para sus hijos.
El frío empezó a ser más intenso y húmedo dentro de la cámara. Imaginaron el exterior: un ardiente crepúsculo habría dado paso a la noche cerrada.
─Empiezo a temer ─advirtió Arhel en voz queda, para luego enlazar una duda en voz alta─: ¿Puede que haya más cámaras con escurrideros de agua como éste?
Fueron palabras impacientes que buscaron sin pretender una respuesta de inmediato, pero ésta, no llegó. Mientras, sus ojos se volvieron a relajar en la superficie del agua.
Al cabo, el suspiro de resignación despertó sin embargo en los labios de Hyuna, quien habló:
─Creo haber seguido bien las indicaciones, no temas ─dijo.
Palpó el pellejo de viandas y extrajo el último trozo de queso. Lo cortó en dos con sus propios dedos y tendió a continuación la porción más grande a su hermano.
─Anda, come ─aconsejó─. El camino de vuelta a casa será complicado. Debes coger fuerzas.
En el curso de las horas siguientes: silencio, negrura y una inquietante soledad, la misma ensordecedora secuencia que habían llevado hasta ahora.
Tal vez la derrota y el sentimiento de fracaso empezaban a hacer mella en los dos muchachos, a medida que intuían el final de la aventura y el momento de regresar. Era entonces cuando sobre sus conciencias aparecía la cara de Padre, y aún más su estertórea voz, sembrando el entorno con un autoritario regaño por haberle fallado; no llevarle a Madre, enferma desde la víspera de su cumpleaños, El Don de las Profundidades sería lo peor si el resultado se agravara y ocurriese algo irreparable; sus conciencias no se perdonarían aquello mientras viviesen.
Sin embargo, la sensación de estar haciendo lo debido les sujetaba como un gancho a la inseguridad existente.
De súbito, un alarido cual bostezo profundo de la cueva los hizo tensarse y clavar sus ojos a uno y otro lado; Hyuna echó rápidamente la capa del tabardo sobre los Othays para evitar ser vistos y aferró con mayor empaque su arma, controlando el punto donde había desaparecido su propia sombra momentos antes. El miedo blandió su terrible arma dentro de sus cabezas, e hizo que sospecharan que las estatuas cobraran vida por momentos; ilusoria atracción. Se mantuvieron juntos bajo la brutal afonía dañina y temida que les hizo retener el aliento. Rastrearon las cambiantes formas que los rodeaban, temiendo cualquier asalto.
Habían oído hablar de Kär Imvhergaem, El Bárbaro del Destello Herrumbre; se decía que era una criatura inhumana, mitad Quibey mitad Estelión, que iba y venía como un dolor; arrastraba una espada tan ancha y larga como arcana, tan afilada y temida como el poco lustre que exponía ante los largos lapsos de hastío, invernando entre raíces de piedra bajo el mundo; la empuñadura y el acero de la hoja habían sido forjados en otro tiempo por manos honorables, y era sabido que aquel arma era desigual al resto, pues cobraba vida ante el enemigo como Cabeza de Eskarkam de Fuego. De ese modo, Imvhergaem y su podrido lamento vagaba entre las arterias ocultas de los túneles guardando los tesoros que aún permanecían enterrados tras insondables murallas hundidas de la vieja ciudad de Grey-An. No obstante, poco a poco aquella sensación de vigía de Hyuna y Arhel, se fue aflojando y todo volvió a la normalidad. El chirriar del acero de Imvhergaem rayando el suelo fue siquiera una vaga sospecha que no emergió más allá de sus mentes, al igual que las estatuas movidas únicamente por el miedo.
Con todo, tal vez el azahar quiso recompensar a los dos muchachos Quibeys y, poco más tarde y antes de que Hyuna dejara al descubierto los cuerpos resplandecientes de los Othays, un camino de luz se abrió paso... semejante al que habían supuesto durante el viaje, e incluso momentos antes donde sus corazones se agitaron. Habían esperado aquel instante tanto tiempo que parecía una nueva ilusión que volviera a despertar tras la revelación que les hizo Padre, sentado junto al hogar. Sin embargo ahora podían percibir e indagar con sus pupilas aquel testimonio que se alojó y viajó en sus conciencias.
El ánimo perdido pareció rebrotar.
─Aquí está ─señaló Hyuna; y su mirada destelló como un Othay en la noche al roce de la luz.
Arhel renunció a respirar. Su boca se quedó pausada al igual que sus fatigados ojos, que miraban con asombro el destello que irradiaba y daba forma a la senda; la estela chocaba en las cortinas calcáreas e iba de alguna manera instintiva y sobrenatural por entre márgenes angostos aquí y allá, entrando desde arriba, despejando sombras pese a todo, estrechando su luminaria forma donde era preciso, tan persistente y caprichosa como audaz hasta llegar a la altura del agua, junto a los dos muchachos. Una vez allí, mágicamente se deslizó sobre la superficie hasta que el reflejo dibujó una majestuosa luna, blanca y serena como la esperanza que habían llevado hasta alcanzar aquella reunión de agua que constituía el manantial sagrado de Naghúm; la superficie quedó colmada en el centro por un escudo esférico de plata.
Hyuna, abandonando el arrobamiento de su espíritu y recordando las palabras de Padre, "... el instante no será largo, pero sí el preciso", extrajo del pellejo donde había llevado las viandas, el odre que había cargado antes de emprender el viaje; el recipiente no era más grande que su mano. Lo acercó con delicadeza sobre el agua, lo hundió un tanto y lo deslizó hasta atrapar el reflejo; toda la refulgente esencia de la luna cayó dentro del pequeño depósito. Para cuando el camino de luz avanzó y desapareció, Hyuna había taponado la entrada del odre con un trapo, a modo de torunda, y enlazado con una cuerda diestramente para no verter nada y afrontar sin peligro el camino de regreso.
La vuelta se hizo más corta, tal vez las zancadas eran impulsadas por el ánimo del éxito, o era por el miedo al retraso y el agravamiento de Madre, o tal vez fuera simplemente el deseo de llegar junto a los suyos.
Cuando Hyuna alzó la cabeza, después del esfuerzo de un día entero consumido en subir a la superficie y caminar por ella, allí estaban, a lo lejos, donde moría la prolongada loma: Padre, Madre y hermanos mayores que él, perfilaban el horizonte junto a la casa. Al ver la figura de los dos pequeños, empezaron a sacudir los brazos en señal de bienvenida, mientras esperaban. No así Anthygua, erguido e inmóvil como la mirada exigente y seca que atesoraba en aquel momento; tan impertérrito como el hacha que pendía de su mano derecha, y tanto o más silencioso que los troncos que acababa de cortar, apilados entre el galpón y sus pies.
Arhel echó a correr hacia ellos, llevado por la ilusión y la luz del sol del nuevo amanecer.
─Padre ─gritó, al tiempo de recorrer la pendiente─. La hemos encontrado, El Agua de Luna.
De repente su cara se nubló al chocar con los excitados ojos de Madre, que le miraban retraídos por la emoción.
─¿Ya estás bien? ─preguntó Arhel, a su llegaba.
Ella esbozó una mueca alegre que bastó para que éste se abalanzara y la estrechara con fuerza a punto de romper a llorar.
─La hemos traído para ti ─dijo─. Te pondrás mejor. Ya lo verás. ─Sin embargo, la encontró débil, aun cuando la última mirada que recordaba de ella carecía de luz en los ojos. Pero había salido a recibirlos, era una obstinada Quibey; los dos hijos mayores la sostenían con brazo fuerte, casi en bolandas. Sólo el ver a sus hijos de vuelta, sanos y salvos, parecía el bálsamo de cura; ella se esforzaba por avivar el gesto y mejoraba por momentos.
Anthygua se atusó el mentón, satisfecho al oír las palabras de su pequeño; lo habían traído, lo habían hecho. Luego se detuvo a observar a su tercer hijo, Hyuna, que llegaba caminando y se paraba junto a él, sacaba con precisión el odre y lo tendía con cierta vacilación en su mirada para que Padre lo recogiera. Efectivamente, aquel recipiente demostraba el atrevimiento de los dos más pequeños de la familia; demostraba el triunfo.
Sin embargo Hyuna, aunque era pequeño conocía a Padre, y supo valorar aquel encuentro, frío, muy suyo, expuesto a similares pruebas que habían pasado ya alguna vez.
"Madre nunca estuvo tan enferma ¿verdad?", quiso decirle al punto que era desposeído del recipiente, pero su voz no surgió. Sentía ante todo respeto. Pero Hyuna no podía esconder aquella desilusión, que se despeñaba por sus ojos cada vez que terminaba un mandato, de alguna manera se sentía manipulado. El profundo gesto de Padre clavando sus pupilas en él le dieron la respuesta, aun sin pedirla; no tardó en escuchar la voz profunda que siempre había reverenciado desde que tenía uso de razón.
─El don del manantial sagrado es culto para muchos ─dijo─. Pocos saldrán a la luz de las ruinas con el sentimiento consumado. Y aún menos los que habrán alcanzado el conocimiento que fueron a buscar. ¿Lo entiendes, Hyuna?
El muchacho dio muestras de asentimiento, un tanto achicado por el tono solemne de la voz; mas no habló.
─Los dioses expresarán su voluntad cuando sea preciso ─declaró Anthygua, tras la breve pausa─; no podemos negarles lo que nos dieron cuando ese momento llegue. Madre se irá igualmente como me iré yo, como marcharemos todos, pero ahora ella no necesita más ayuda que el regazo nuestro, que sus ojos perciban cariño y se sienta feliz.
Anthigua dejó caer el hacha de un modo diestro; éste se clavó en el suelo.
─Qué lejos me quedan tus lloros ahora, Hyuna ─expresó a continuación, y no sólo miró fijamente al muchacho, sino que paseó también el orgullo de su gesto hasta topar con su hijo pequeño─. Igualmente los tuyos, Arhel ─añadió─. Aún cercanos, se atisban impetuosos en mi cabeza apartándose veloces junto a los de Hyuna. Habéis crecido rápido con los días. Doy gracias por ello a la diosa Eihes que parece velar mis deseos y los de vuestra madre, y ensancha una calma alrededor de este hogar en mi ausencia durante algún viaje.
Los dos muchachos Quibeys cruzaron miradas. No importaba que el agua del recipiente fuera a salvar la vida de Madre realmente. Lo habían hecho. Y habrían ido hasta el corazón del Latifundio Antiguo para salvarla si fuera necesario. Sólo por eso se sentían orgullosos, hubiera sido premeditado o no, hubiera sido una nueva lección o no, o cualquier otra cosa que Padre hubiera hecho por el bien de su familia, el Quibey había nacido para aprender, y aprendiendo moriría. Y si apuntaron alguna otra duda, la sonriente faz de sus hermanos la desveló, educados ya de cómo prosperar sobre aquellos caminos donde habían dejado su huella tiempo atrás. Y fue desde aquel momento que entendieron todo. Entrelazaron risas, y conversaron satisfechos entrando a la seguridad del hogar. Y dichosos brindaron con Agua de Luna; y Madre mejoró con el paso de los días y los cuidados de su hijo Arhel.
No quedó escrito si Arhel e Hyuna comunicarían abiertamente lo que habían aprendido en las tinieblas de las grutas. Sin embargo, y a partir de aquel amanecer fueron conscientes, y aun diría que crecieron de espíritu y de cuerpo (grandes guerreros se hicieron), del verdadero don del manantial sagrado y el valor que encerraba aquel remanso íntimo, donde se fraguaba sólo determinados días, El Agua de Luna.
De esta manera afectuosa acabó la aventura de los dos muchachos Quibeys. Y no sería ésta la última enseñanza de Anthygua para forjar el corazón de sus hijos. Pero sí que llegó a ser la más cercana al fracaso que de los dos muchachos se recordaba.
No obstante, tuvieron muchas más enseñanzas... Si bien, las aventuras que corrieron los jóvenes quizá queden aún más lejos que el profundo manantial sagrado donde se descolgaron una vez. Y de seguro menos relevantes y venideras que los montones de historias que os quiero contar.
Mas no toméis prisa, tal vez me apreste a leer cuando os vea de nuevo por aquí. Pero eso será cuando proceda, sí. Todo a su debido orden, hay que guardar la postura.
Mientras tanto, llevar prudencia, superar la adversidad apartando el miedo, y caminar en lo posible al filo de la dicha alojando una esperanza, como ocurrió bajo las ruinas de Naghúm. Muy pronto, abriré el Libro y os contaré otro relato que aconteció en el asombroso mundo del Latifundio Antiguo.
MiánRos