lunes, 16 de noviembre de 2009

Relato del Latifundio Antiguo: AGUA DE LUNA

AGUA DE LUNA. Lo que aconteció en la ciudad de Naghúm, antigua tierra sagrada de Grey-An, quedó escrito para ser contado y recordado, y ahora leído para todo aquel que esté dispuesto a escuchar.
El relato decía así:
Ni siquiera la penumbra de la gruta era rival sorprendente como el pesado silencio que soportaban los oídos de los dos muchachos, atrincherados en el diminuto codo que les concedía la sepultada construcción.
No apreciaban movimiento alguno, ni luz natural que habitara allá donde se habían atrevido a descender. La antorcha que los había guiado por sendas y túneles estaba consumida sobre el terreno expuesta al deterioro del olvido, junto a la pequeña bolsa de piel que habían llevado con alimentos (casi vacía con el paso de los días). Sólo el tosco olor de la madera quemada permanecía presente, y se alargaba por la profunda oquedad flotando más allá en su conquista, llegando a terrenos prietos y aislados.
Durante el viaje los dos muchachos habían determinado un pensamiento: dejar arriba el miedo antes de exponerse al reto y a la incertidumbre de aquel estómago de arena y piedras.
Por encima de sus cabezas habían recorrido un primer nivel, consolidado por galerías y cámaras donde dormían erguidos muros primorosos y labrados casi en su totalidad. Dando forma a las demarcaciones, trabajadas columnas en la roca viva que soportaban pórticos engalanados de estatuas, muchas rotas, muchas rendidas en el suelo, semienterradas. Efectivamente, el soterrado enclave era un visible retumbo de una civilización antigua y próspera, y dichosa, que habitó núcleos íntimos ocupados por claustros llenos de vida, donde ahora sin embargo, se mantenía como única criatura viviente el ancho brazo de la tiniebla y el temerario ser que osara adentrarse en ella; lejos, muy lejos quedaba La Esencia de la Luz de las gemas que alumbró la presencia Célica en aquella gruta.
Sobre el deforme techo de las cámaras de la primera zona se encontraba otro nivel, el más alto, la superficie. Y a ras de ésta, una vasta extensión donde se ensanchaba la ciudad de Naghúm; urbe de glorias reunidas; construcción siempre vigilante desde períodos lejanos, que reposaba ahora ante la observadora diosa, la noche.
Un suspiro, reflejo de cansancio o quizá resignación acumulada, reverberó en la bóveda.
─Vuelvo a tener hambre ─musitó Arhel. Su voz desveló la creciente debilidad que sostenía tras el paso de las horas, incalculables en medio de la negrura; sujetos a su voluntad, movidos por el mandato.
No había sido fácil llegar a la hendidura indicada, y los desacostumbrados músculos de los dos muchachos aún no se habían recuperado del esfuerzo realizado. Y, sin embargo, se esforzaban por desterrar de su lado el desaliento. Tal vez se tuvieran que comer a los Othays, ya que éstos, además de emitir una liviana luz biliosa y pobre que dejaba distinguir los contornos alzados alrededor del campamento, eran larvas bastante apreciadas en los guisos Quibeys; alimento distinguido que daba vigor a todo aquel que se aprestara a comer tal exquisitez; difícil de encontrar lejos de Naghúm, por otra parte.
─No desesperes ─sugirió la sombra que estaba junto al joven Arhel─, ya oíste a Padre: "...que vuestra mirada no sucumba a la pereza de la soledad, ni la ansiedad se anticipe a la intuición. Dormir en turnos, dentro de lo posible, pues el conjuro de la tiniebla es pesado y burlón y tratará de bloquear vuestra certeza, alterando la inclinación de las sombras y enredando la disposición de los caminos; bajo Naghúm uno mismo cambia, como las negras arcadas, gemelas al novicio ojo".
>>"Cuando creáis haber alcanzado el lugar, emplearos en el silencio y la calma; aguzar el sentido; el instante no será largo, pero sí el preciso. Sólo entonces vuestra visión llegará desde el corazón, confiar en él. Luego de haber hecho lo debido, guardar fuerzas para la vuelta, pues muchos no regresaron, y muchos otros que aún están por marchar tampoco volverán del imperial dédalo que vais a enfrentar ahora. Suerte, hijos míos".
Aquellas palabras de Padre fueron reforzadas por la mano de Hyuna, que intuyó a su lado el hombro de Arhel y lo sujetó con toda voluntad, quien sintió la fuerza del consuelo y se estremeció, dejando escapar otra muestra de impaciencia.
Los Othays parece que brillaron con mayor intensidad y propagaron su luminaria esbozando pequeños perfiles revelando muros adyacentes, e incluso se distinguió por un momento el remanso de agua viva que manaba silenciosa del interior de la roca; una extendida seda que parecía dormir en un recortado remanso, estancado y gris, desolado al punto de oscurecerse para siempre. Al cabo, la luz de los Othays menguó; inesperadamente, el filo de las rocas y el puñado de sombra que formaban los dos hermanos se disipó ante la oquedad profunda del atrio, allá distante. No obstante, no hacían otra cosa que mirar el estanque, mudos y sin movimiento alguno, cual guerreros al acecho de una presa.
Tremendo error, pues Arhel estaba lejos de tal grado; era una cuarta más pequeño que Hyuna, aunque nunca lo había tomado en cuenta, porque sabía que tarde o temprano y con el favor de los alimentos y el goteo de los días crecería hasta alcanzar a su hermano. No es que Hyuna fuera alto, y mucho menos guerrero todavía, y aunque le faltaba poco para serlo, ya había batallado con muchachos incluso más altos que él, que entrenaban sin reservas para serlo. Sin embargo, uno y otro eran aún pequeños; la coronilla de Hyuna no superaba todavía el pecho de Anthygua, su padre: grueso y alto donde los haya, sobre todo si hubiera nacido roble. Era sabio hasta lo que puedo contaros de él, de zancada corta, mirada profunda, y ojos rasgados de pupila oscura coloreada por vetas verdes y brillantes, eso sí; fiel semilla se advertía en sus hijos. Era vetusto a la par que solemne, y distinguido, me atrevería a acrecentar sin duda; testarudo además. Pero sobre todo, su voz era respetada y seguida entre las familias más antiguas que habitaban las primitivas casas de la ciudad de Naghúm. Mas era Quibey, signo inequívoco de raza tenaz y diestra, de cuerpo escudado y rocoso como armadura; así era Anthygua, como así era la pretensión que anhelaba o quizá mayor, indudablemente, para sus hijos.
El frío empezó a ser más intenso y húmedo dentro de la cámara. Imaginaron el exterior: un ardiente crepúsculo habría dado paso a la noche cerrada.
─Empiezo a temer ─advirtió Arhel en voz queda, para luego enlazar una duda en voz alta─: ¿Puede que haya más cámaras con escurrideros de agua como éste?
Fueron palabras impacientes que buscaron sin pretender una respuesta de inmediato, pero ésta, no llegó. Mientras, sus ojos se volvieron a relajar en la superficie del agua.
Al cabo, el suspiro de resignación despertó sin embargo en los labios de Hyuna, quien habló:
─Creo haber seguido bien las indicaciones, no temas ─dijo.
Palpó el pellejo de viandas y extrajo el último trozo de queso. Lo cortó en dos con sus propios dedos y tendió a continuación la porción más grande a su hermano.
─Anda, come ─aconsejó─. El camino de vuelta a casa será complicado. Debes coger fuerzas.
En el curso de las horas siguientes: silencio, negrura y una inquietante soledad, la misma ensordecedora secuencia que habían llevado hasta ahora.
Tal vez la derrota y el sentimiento de fracaso empezaban a hacer mella en los dos muchachos, a medida que intuían el final de la aventura y el momento de regresar. Era entonces cuando sobre sus conciencias aparecía la cara de Padre, y aún más su estertórea voz, sembrando el entorno con un autoritario regaño por haberle fallado; no llevarle a Madre, enferma desde la víspera de su cumpleaños, El Don de las Profundidades sería lo peor si el resultado se agravara y ocurriese algo irreparable; sus conciencias no se perdonarían aquello mientras viviesen.
Sin embargo, la sensación de estar haciendo lo debido les sujetaba como un gancho a la inseguridad existente.
De súbito, un alarido cual bostezo profundo de la cueva los hizo tensarse y clavar sus ojos a uno y otro lado; Hyuna echó rápidamente la capa del tabardo sobre los Othays para evitar ser vistos y aferró con mayor empaque su arma, controlando el punto donde había desaparecido su propia sombra momentos antes. El miedo blandió su terrible arma dentro de sus cabezas, e hizo que sospecharan que las estatuas cobraran vida por momentos; ilusoria atracción. Se mantuvieron juntos bajo la brutal afonía dañina y temida que les hizo retener el aliento. Rastrearon las cambiantes formas que los rodeaban, temiendo cualquier asalto.
Habían oído hablar de Kär Imvhergaem, El Bárbaro del Destello Herrumbre; se decía que era una criatura inhumana, mitad Quibey mitad Estelión, que iba y venía como un dolor; arrastraba una espada tan ancha y larga como arcana, tan afilada y temida como el poco lustre que exponía ante los largos lapsos de hastío, invernando entre raíces de piedra bajo el mundo; la empuñadura y el acero de la hoja habían sido forjados en otro tiempo por manos honorables, y era sabido que aquel arma era desigual al resto, pues cobraba vida ante el enemigo como Cabeza de Eskarkam de Fuego. De ese modo, Imvhergaem y su podrido lamento vagaba entre las arterias ocultas de los túneles guardando los tesoros que aún permanecían enterrados tras insondables murallas hundidas de la vieja ciudad de Grey-An. No obstante, poco a poco aquella sensación de vigía de Hyuna y Arhel, se fue aflojando y todo volvió a la normalidad. El chirriar del acero de Imvhergaem rayando el suelo fue siquiera una vaga sospecha que no emergió más allá de sus mentes, al igual que las estatuas movidas únicamente por el miedo.
Con todo, tal vez el azahar quiso recompensar a los dos muchachos Quibeys y, poco más tarde y antes de que Hyuna dejara al descubierto los cuerpos resplandecientes de los Othays, un camino de luz se abrió paso... semejante al que habían supuesto durante el viaje, e incluso momentos antes donde sus corazones se agitaron. Habían esperado aquel instante tanto tiempo que parecía una nueva ilusión que volviera a despertar tras la revelación que les hizo Padre, sentado junto al hogar. Sin embargo ahora podían percibir e indagar con sus pupilas aquel testimonio que se alojó y viajó en sus conciencias.
El ánimo perdido pareció rebrotar.
─Aquí está ─señaló Hyuna; y su mirada destelló como un Othay en la noche al roce de la luz.
Arhel renunció a respirar. Su boca se quedó pausada al igual que sus fatigados ojos, que miraban con asombro el destello que irradiaba y daba forma a la senda; la estela chocaba en las cortinas calcáreas e iba de alguna manera instintiva y sobrenatural por entre márgenes angostos aquí y allá, entrando desde arriba, despejando sombras pese a todo, estrechando su luminaria forma donde era preciso, tan persistente y caprichosa como audaz hasta llegar a la altura del agua, junto a los dos muchachos. Una vez allí, mágicamente se deslizó sobre la superficie hasta que el reflejo dibujó una majestuosa luna, blanca y serena como la esperanza que habían llevado hasta alcanzar aquella reunión de agua que constituía el manantial sagrado de Naghúm; la superficie quedó colmada en el centro por un escudo esférico de plata.
Hyuna, abandonando el arrobamiento de su espíritu y recordando las palabras de Padre, "... el instante no será largo, pero sí el preciso", extrajo del pellejo donde había llevado las viandas, el odre que había cargado antes de emprender el viaje; el recipiente no era más grande que su mano. Lo acercó con delicadeza sobre el agua, lo hundió un tanto y lo deslizó hasta atrapar el reflejo; toda la refulgente esencia de la luna cayó dentro del pequeño depósito. Para cuando el camino de luz avanzó y desapareció, Hyuna había taponado la entrada del odre con un trapo, a modo de torunda, y enlazado con una cuerda diestramente para no verter nada y afrontar sin peligro el camino de regreso.
La vuelta se hizo más corta, tal vez las zancadas eran impulsadas por el ánimo del éxito, o era por el miedo al retraso y el agravamiento de Madre, o tal vez fuera simplemente el deseo de llegar junto a los suyos.
Cuando Hyuna alzó la cabeza, después del esfuerzo de un día entero consumido en subir a la superficie y caminar por ella, allí estaban, a lo lejos, donde moría la prolongada loma: Padre, Madre y hermanos mayores que él, perfilaban el horizonte junto a la casa. Al ver la figura de los dos pequeños, empezaron a sacudir los brazos en señal de bienvenida, mientras esperaban. No así Anthygua, erguido e inmóvil como la mirada exigente y seca que atesoraba en aquel momento; tan impertérrito como el hacha que pendía de su mano derecha, y tanto o más silencioso que los troncos que acababa de cortar, apilados entre el galpón y sus pies.
Arhel echó a correr hacia ellos, llevado por la ilusión y la luz del sol del nuevo amanecer.
─Padre ─gritó, al tiempo de recorrer la pendiente─. La hemos encontrado, El Agua de Luna.
De repente su cara se nubló al chocar con los excitados ojos de Madre, que le miraban retraídos por la emoción.
─¿Ya estás bien? ─preguntó Arhel, a su llegaba.
Ella esbozó una mueca alegre que bastó para que éste se abalanzara y la estrechara con fuerza a punto de romper a llorar.
─La hemos traído para ti ─dijo─. Te pondrás mejor. Ya lo verás. ─Sin embargo, la encontró débil, aun cuando la última mirada que recordaba de ella carecía de luz en los ojos. Pero había salido a recibirlos, era una obstinada Quibey; los dos hijos mayores la sostenían con brazo fuerte, casi en bolandas. Sólo el ver a sus hijos de vuelta, sanos y salvos, parecía el bálsamo de cura; ella se esforzaba por avivar el gesto y mejoraba por momentos.
Anthygua se atusó el mentón, satisfecho al oír las palabras de su pequeño; lo habían traído, lo habían hecho. Luego se detuvo a observar a su tercer hijo, Hyuna, que llegaba caminando y se paraba junto a él, sacaba con precisión el odre y lo tendía con cierta vacilación en su mirada para que Padre lo recogiera. Efectivamente, aquel recipiente demostraba el atrevimiento de los dos más pequeños de la familia; demostraba el triunfo.
Sin embargo Hyuna, aunque era pequeño conocía a Padre, y supo valorar aquel encuentro, frío, muy suyo, expuesto a similares pruebas que habían pasado ya alguna vez.
"Madre nunca estuvo tan enferma ¿verdad?", quiso decirle al punto que era desposeído del recipiente, pero su voz no surgió. Sentía ante todo respeto. Pero Hyuna no podía esconder aquella desilusión, que se despeñaba por sus ojos cada vez que terminaba un mandato, de alguna manera se sentía manipulado. El profundo gesto de Padre clavando sus pupilas en él le dieron la respuesta, aun sin pedirla; no tardó en escuchar la voz profunda que siempre había reverenciado desde que tenía uso de razón.
─El don del manantial sagrado es culto para muchos ─dijo─. Pocos saldrán a la luz de las ruinas con el sentimiento consumado. Y aún menos los que habrán alcanzado el conocimiento que fueron a buscar. ¿Lo entiendes, Hyuna?
El muchacho dio muestras de asentimiento, un tanto achicado por el tono solemne de la voz; mas no habló.
─Los dioses expresarán su voluntad cuando sea preciso ─declaró Anthygua, tras la breve pausa─; no podemos negarles lo que nos dieron cuando ese momento llegue. Madre se irá igualmente como me iré yo, como marcharemos todos, pero ahora ella no necesita más ayuda que el regazo nuestro, que sus ojos perciban cariño y se sienta feliz.
Anthigua dejó caer el hacha de un modo diestro; éste se clavó en el suelo.
─Qué lejos me quedan tus lloros ahora, Hyuna ─expresó a continuación, y no sólo miró fijamente al muchacho, sino que paseó también el orgullo de su gesto hasta topar con su hijo pequeño─. Igualmente los tuyos, Arhel ─añadió─. Aún cercanos, se atisban impetuosos en mi cabeza apartándose veloces junto a los de Hyuna. Habéis crecido rápido con los días. Doy gracias por ello a la diosa Eihes que parece velar mis deseos y los de vuestra madre, y ensancha una calma alrededor de este hogar en mi ausencia durante algún viaje.
Los dos muchachos Quibeys cruzaron miradas. No importaba que el agua del recipiente fuera a salvar la vida de Madre realmente. Lo habían hecho. Y habrían ido hasta el corazón del Latifundio Antiguo para salvarla si fuera necesario. Sólo por eso se sentían orgullosos, hubiera sido premeditado o no, hubiera sido una nueva lección o no, o cualquier otra cosa que Padre hubiera hecho por el bien de su familia, el Quibey había nacido para aprender, y aprendiendo moriría. Y si apuntaron alguna otra duda, la sonriente faz de sus hermanos la desveló, educados ya de cómo prosperar sobre aquellos caminos donde habían dejado su huella tiempo atrás. Y fue desde aquel momento que entendieron todo. Entrelazaron risas, y conversaron satisfechos entrando a la seguridad del hogar. Y dichosos brindaron con Agua de Luna; y Madre mejoró con el paso de los días y los cuidados de su hijo Arhel.
No quedó escrito si Arhel e Hyuna comunicarían abiertamente lo que habían aprendido en las tinieblas de las grutas. Sin embargo, y a partir de aquel amanecer fueron conscientes, y aun diría que crecieron de espíritu y de cuerpo (grandes guerreros se hicieron), del verdadero don del manantial sagrado y el valor que encerraba aquel remanso íntimo, donde se fraguaba sólo determinados días, El Agua de Luna.
De esta manera afectuosa acabó la aventura de los dos muchachos Quibeys. Y no sería ésta la última enseñanza de Anthygua para forjar el corazón de sus hijos. Pero sí que llegó a ser la más cercana al fracaso que de los dos muchachos se recordaba.
No obstante, tuvieron muchas más enseñanzas... Si bien, las aventuras que corrieron los jóvenes quizá queden aún más lejos que el profundo manantial sagrado donde se descolgaron una vez. Y de seguro menos relevantes y venideras que los montones de historias que os quiero contar.
Mas no toméis prisa, tal vez me apreste a leer cuando os vea de nuevo por aquí. Pero eso será cuando proceda, sí. Todo a su debido orden, hay que guardar la postura.
Mientras tanto, llevar prudencia, superar la adversidad apartando el miedo, y caminar en lo posible al filo de la dicha alojando una esperanza, como ocurrió bajo las ruinas de Naghúm. Muy pronto, abriré el Libro y os contaré otro relato que aconteció en el asombroso mundo del Latifundio Antiguo.
MiánRos

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