martes, 24 de noviembre de 2009


4. El Estirpe Salvaje y los dos tardos
(...)
Dhàniel se enjugó los labios y refrescó su frente mientras contempló en silencio el horizonte que ardía al sol del crepúsculo. Un gran despliegue de luz de tonalidades anaranjadas y púrpuras invadía el cielo y todas las copas de los árboles, allá en la profundidad.

─Bebe, Escarcha. Se acerca la noche. La claridad no tardará en abandonarnos ─le sugirió a su mascota.

De repente, unas voces y relinchos de caballos procedentes de la orilla del Lago irrumpieron en el sosegado valle. Dhàniel, alarmado, guardó la tallada falena en su bolsillo y se arrastró entre la maleza silenciosamente. Llegó con paso inclinado a una loma de dificultosas rocas, enraizadas unas con otras entre cascadas de frondosa broza. Allí gesticuló al unísono con sus brazos, manteniendo a Escarcha agazapado. El animal obedeció.

Desde lo alto, entre la maleza del improvisado escondrijo, vio cómo la llamativa figura de Grynn con su cabellera larga y rubia destacaba, abajo, en el fondo del paisaje. Se encontraba sentado en una roca, pescando; llevaba puesta su típica túnica marrón de piel de liebre. Estaba rodeado en la misma orilla del agua por tres jinetes que montaban en pulidos caballos. La conversación parecía estar en sus primeros momentos, y el tono no se podría decir que fuera cordial. Del cruce de declaraciones por ambas partes podrían saltar chispas, pues habían topado tres mercenarios verdyos con Grynn, un almaranthyo que no se arrugaba por nada ni por nadie.

Dhàniel escrutó a los tres jinetes que rodeaban al rubio pescador. Lo formaban, por una parte: dos escoltas tardos de los soldados de Verdya. Desarrapados, de pelos lánguidos y oscuros, de un aspecto tétrico y horrible, cabeza gorda y recortada al igual que sus brazos y sus piernas. Toscos y sucios como los de su raza, no humana. Ni siquiera las grabadas indumentarias de cuero en tonos dorados que ceñían sus prodigiosos cuerpos realzaban sus figuras. Sus espaldas estaban bien cubiertas por largos escudos de gruesa madera ─a modo de defensa de un ataque por la retaguardia─, ornamentados en formación exquisita por diminutos pinchos, con un símbolo tallado en fuego que llamaba la atención en su parte central, simulando una chorreante “A”.

Uno de ellos, el de la derecha y más cercano al agua, portaba una aljaba con flechas y un arco que se encubría entre el escudo y su cuerpo. En su cinto reposaba un arma con mango de bronce de la que colgaba una doble cola de cadenas de hierro, en cuyo extremo pendían dos bolas de acero del tamaño de un puño cerrado con agudas púas en todo su contorno. Centelleaban en su cintura de una forma terrorífica.

El otro tardo llevaba enfundada una espada de considerable tamaño. La empuñadura era de huesos de algún cetáceo del este de Verdya, con minúsculas incrustaciones de oro y piedras de un azul cobalto deslumbrante.

Por otro lado, completando el trío, el jinete central parecía humano. Un ser oscuro y enigmático. Los denominaban: Estirpes Salvajes, o dicho en la jerga del pueblo, un caza-recompensas. Especímenes de las tierras verdyas, gran parte de ellos, almas sin hogar. Errantes del reino, cumpliendo la misión que les fuera encomendada por una buena cantidad de monedas o, en su lugar, tierras con las que engrandecer su estima. Unas criaturas sin escrúpulos. Nada se parecía a las andrajosas bestias que le flanqueaban a uno y otro lado. Adversa pero selecta oscuridad revelaba la figura del caza-recompensas. De pelo largo y negro como la piel de la noche. Una melena lacia, movida fácilmente por el viento; estaba ataviado todo él en prendas negras, como la larga capa que defendía su espalda envolviendo gran parte de la grupa de su caballo. Sus pupilas rojas estaban enterradas bajo una larga mancha oscura ─de tres dedos de alto a modo de máscara─ de algún tipo de ungüento que le cruzaba de oreja a oreja todo su expresivo rostro. Asomaban de su cinturón ciertas armas extravagantes: una estrella metálica del tamaño de una mano abierta con las puntas afiladas extremadamente cortantes y una curiosa espada, de cuya larga empuñadora ─la cual era capaz de albergar los dos puños─ partía una doble hoja curvada hacia arriba y, opuestamente, otra hacia abajo, formando una perfecta “S”. Su guarnición brillaba como lentejuelas en vivos encarnados. En el reino de Verdya las denominaban “áspid”. Solían esgrimirlas Estirpes Salvajes y alguna que otra criatura de la misma horma.

─¡Tú, pescador! ¿Hay alguna posada en el pueblo donde podamos reponer fuerzas y descansar mientras atienden a nuestros caballos? ─Preguntó muy persuasivo Rheysa; así llamaban al jinete de cabellos mustios. El Estirpe arrojaba una voz tétrica y grave como si brotara del estómago.

Grynn se tomó su tiempo. Arropado entre los jinetes en ningún momento apartó la mirada de las aguas, pendiente únicamente de su caña. Se llevó la mano derecha a la boca, carraspeó con fuerza y finalmente dijo:

─La hay... claro que la hay ─contestó, mirando de reojo, mostrando una cierta indiferencia hacia los visitantes.

Antes que estos últimos pudieran volver a hablar, Grynn se apresuró a preguntar con tono punzante:

─Muy lejos andáis de vuestras tierras, extranjeros ─esta vez sí perforó a los tres jinetes maliciosamente con su mirada─. ¿Qué os trae por aquí tan lejos de Verdya?

La respuesta de los forasteros no se hizo esperar, aunque no fue la deseada.

─Tienes buenas espaldas y refinadas manos para ser un simple pescador ─observó con fisgona voz el Estirpe Salvaje ignorando las palabras del rubio pescador─. Estarías bien pagado en los escuadrones del rey Arón, no perdiendo el tiempo con la simpleza de una caña.

─¡Ah, vaya! Así que malgasto el tiempo...

Rheysa enarcó una ceja y aguantó una mueca sonriente. Luego, aguardó el embate. Había acertado. Grynn se sintió ofendido y pasó a la carga.

─Deduzco por tus palabras, que los rumores que corren por Almaranthya sobre tu rey no son infundados. Acaso trato de adivinar que esos alistamientos que han traspasado incluso las fronteras deben de ser ciertos. Se dice que alista guerreros incluso por estas tierras ─espetó Grynn con voz enojada, subiendo el tono.

─Has oído bien ─apuntilló el Estirpe con guiño irónico─. Sus raíces han penetrado más allá de la frontera de Verdya, como bien dices. Centenares de servidores están creando puntos para enrolar soldados para la causa.

─La causa. ¿Qué causa? ─interrumpió Grynn.

─Un imperio único y estable como hubo hace miles de años cuando los Célicos reinaban por las tierras del Latifundio Antiguo. Volver a crear un reino con profundas raíces que perdure en el tiempo como lo hicieron ellos, los antiguos. No sé si habrán llegado noticias por estas tierras, del poderoso ejército que está formando Arón Yhuka ─Rheysa alzó su mirada y observó cómo el sol hacía que el cielo y las nubes ardieran en deslumbrantes tonos rojos y púrpuras. Con el brazo extendido dibujó un semicírculo en el aire acompañándolo con palabras en un tono rebosante─. A sus miles de hombres se han aliado tropas de lonarys, multitudes de gershyos y frathuas. También ciudades y pueblos que han sucumbido a sus dominios como Vhoas y Shunnas. Esta última ya une sus grupos de meditadores al servicio del nuevo y único rey. Además, el rey Arón tiene dispersados mercenarios por toda Verdya y Almaranthya, alistando a todo aquel que quiera unirse y blandir su espada junto a sus ejércitos, gente que se entregue para poder forjar un poderoso imperio. Arón comulga desde su reinado con esa unión y no parará hasta conseguirlo. Puedes estar seguro de ello.

─Lo sé ─asintió irritado, el rubio pescador─, conozco bien a Arón. Déspota y arrogante donde los haya.

─¡Enmudece tu lengua, necio! ─le amenazó con su enguantada mano el oscuro Rheysa.

─Hay un proverbio que cantan las voces de los hombres: “un rey está obligado a escuchar a su pueblo” y bien dicen, pero tu rey sólo se escucha a sí mismo ignorando el sentir de los suyos. No menos cierto es que, avispadamente, sus raíces se han extendido rápidas pero muy cerca de la superficie sin llegar a profundizar. Mal árbol, verdyo. Aunque se sienta orgulloso de su grueso tronco, se derrumbará con las primeras aguas y vientos de la guerra.

─Tienes la lengua muy suelta y bífida como una serpiente ─le maldijo Rheysa enturbiando rápidamente la mirada.

─Veo tus temores, forastero. ─El semblante del pescador se tornó ladino─. Bajo este cielo púrpura, abierto a los ojos vigilantes de los dioses que seguro testificarán mis palabras, os digo: que no venderemos nuestra espada ni nuestro honor almaranthyo a tu rey, Arón Yhuka, dejando que Verdya se proclame como único reino ─sentenció.
Grynn escupió a las rocas. Retrajo el hilo de su caña e ignorando la figura de los tres jinetes volvió a lanzar el cebo al agua.

─Tu osadía puede costarte cara, pequeño cobense ─repuso Rheysa─. Maliciar de los actos de nuestro rey es deshonesto pero injuriar su figura sin su presencia merece un castigo ejemplar.

─Al término de su confesión, tensó fuertemente las correas del caballo. El animal relinchó mordazmente alzando sus patas delanteras, dejándolas caer al instante furiosamente. Los cascos rebotaron como resortes en la roca donde se encontraba Grynn, causando un gran estrépito. Éste, avispado de reflejos, se revolvió huyendo del impacto, rodó unas cuantas veces sobre sí mismo cayendo irremediablemente al agua. Quedó sentado boca arriba con sus brazos apoyados hacia atrás sumergidos en el fango de la orilla.

Los jinetes carcajearon irónicamente al ver el baño del rubio Orador.
Dhàniel, acurrucado en el escondrijo de lo alto de la ladera, observó indignado el incidente. Su enfado le impulsó a coger el tirador con rabia y cargarlo con un pedrusco, aunque lo mantuvo inmóvil. Gesticuló para que Escarcha refrenara los continuos impulsos de salir del escondite.

─Tornad a Verdya y decidle a Arón, vuestro rey, que los almaranthyos jamás se inclinarán bajo una herrumbre como él y menos Grynn, “El Orador” ─el rubio pescador volvió a escupir, pero esta vez entre los cascos de los caballos.

Aquellas atronadoras palabras acallaron de golpe las grotescas carcajadas de los extranjeros, naciendo pronta la rabia en sus semblantes.

─Déjanoslo a nosotros. Le enseñaremos buenos modales ─perjuró el tardo que guardaba el flanco izquierdo del Estirpe. A su vez gruñó, dejando ver sus deteriorados y fuliginosos dientes como los de un animal de carroña.

El caza-recompensas, ensañado, esgrimió al viento su enigmático áspid de múltiples filos, pese a la apagada luz del crepúsculo, deslumbraba repetidamente. Una merecedora arma forjada en el mismo horno del averno.

Grynn enterrado en su quietud inicial, permanecía impávido pero expectante como los árboles y rocas de la orilla. Sus manos permanecían hundidas en el agua, al igual que su digna parte trasera y sus pies. Sus ojos persuasivos escrutaban todos y cada uno de los movimientos de los tres jinetes.

─Hace un bonito crepúsculo para morir. Lástima que el rojizo sol que visteis marchar haya sido el último para vosotros.

Los tardos carcajearon de nuevo. El Estirpe simplemente sonrió.

─Este rojo cielo servirá de testigo. Testigo de vuestras muertes. Tres han sido los errores que os conducirán a las fosas tenebrosas del infierno ─predicó Grynn.

─¡Prendedle! ─dijo Rheysa apuntando con su amenazante espada─. Será un placer llevarte ante el rey Arón y ver cómo corta esa nebulosa lengua que cuelgas.

Dhàniel sintió cómo su corazón se aceleraba viendo el cariz que tomaba el altercado. Ahogado por la tensión, levantó el tirador y apuntó. Un escalofrió le recorrió todo su cuerpo al ver al Estirpe en su punto de mira. Aquello le superaba. Repentinamente ocurrió lo que estuvo intentando impedir desde que se agazapó entre los setos. Escarcha con una ansiedad imparable, se precipitó pendiente abajo bramando entre el ramaje y las moles de piedra. Apenas se le distinguía corriendo entre la frondosidad del acantilado, salvo por el rastro de polvo que se elevaba huidizo por encima de los setos.

Los jinetes, consternados por los aullidos de la criatura que se acercaba, sacudieron sus caballos inquietos. “El Orador”, al encontrarse frente a la amenaza que se aproximaba oculta entre la vegetación ni se perturbó, siguiendo con el interrogatorio visual de los jinetes. En breve “echó más leña al fuego” y continuó con su plegaria:

─Si en verdad me protegen los dioses, a ellos me encomiendo y eximan de todo mal mis actos, bajo este cielo eterno me resguarden. Que así sea.

Y con una velocidad endiablada las manos ávidas de Grynn, vomitaron desde el profundo lodo dos dagas que bramaron en el aire, impactando de muerte cada una de ellas en los fornidos cuellos de los tardos y provocando sendos borbotones. La sangre manó armadura abajo. Sus rostros habían quedado pétreos por el sorpresivo golpe. Sus pesados cuerpos cayeron de espaldas como grandes rocas al suelo. Uno de ellos quedó medio sumergido en las aguas.

─El primer error ─anunció Grynn─: Jamás pierdan de vista las manos del enemigo, pues ellas, y sólo ellas, pueden llevaros a la muerte. ─Rheysa, atónito, contempló la encerrona. Sus dos escudos vivientes habían caído. Sin tiempo, vio cómo su adversario, tras haber lanzado el ataque, platicaba de viva voz aquel desafiante mensaje a la vez que se revolvía quedando oculto detrás de unas rocas. El caballo del caza-recompensas piafó en círculos, desconcertado. Blandía el áspid sin rumbo definido cortando el aire.

En ese mismo instante apareció Escarcha bufando tras el Estirpe Salvaje. La diminuta mascota se mantuvo a una considerable distancia esquivando las fatigosas envestidas de las pezuñas del caballo de Rheysa, que, nerviosas, salpicaban grandes mezclas de agua y arena formando un amenazador nublo de confusión. Las pupilas encarnadas del extravagante jinete se engrandecieron al ver a Escarcha, ardieron por momentos entre la franja tintada de su piel y, ante el asombro de todos, profirió maldiciones y conjuros ilegibles que sólo él llegó a entender. Tan sólo quedó audible, y grabado el grito de:

Vygylante. Vygylante.

De un arrebato cruel con su mano izquierda lanzó hacia el animal la estrella punzante que descansaba en su cinto. Enseguida, el metal, como bumerang voló dibujando un arco de arriba abajo siseando agudamente. Escarcha, encolerizado y ante el asombro de todos, esquivó expertamente la estrella. Ésta, encontró a su paso una piedra de la orilla seccionándola limpiamente e impactando al final de su vuelo contra el suelo, enterrándose y abriendo un gran orificio.

Dhàniel, alojado en el montículo, apuntó. Inspiró profundamente; el jinete seguía ahí, bailoteando en el centro de su punto de mira. Hasta que no lo tuvo inmóvil, no lanzó. Con ímpetu soltó la pulida roca de su lecho y a su vez gritó de ira:

─¡Sálvalos! ─rugió.

La piedra violentó el aire rauda como una flecha. Golpeó el rostro del Estirpe. Un sonido bronco y seco dio paso al derrumbe del jinete, derrocándolo del caballo.

Dhàniel, reventó de alegría al ver al forastero tumbado en la arena a orillas del Lago arrastrándose a gatas como un animal desconcertado.

Rodó una leve tregua; los tres miraron fijamente los movimientos de Rheysa. Dhàniel desde lo alto, Escarcha, a escasos metros de él, y Grynn, cobijado detrás de la roca. El impacto de la piedra le había provocado una hemorragia en su ojo derecho formando un reguero de sangre que le corría por el pómulo hasta desembocar en la barbilla, desde donde la sangre se precipitaba gota a gota al vacío tiñendo el suelo.

Quejumbroso, Rheysa intentó ponerse en pie. Pese a su abatimiento, no se había desprendido de su arma en forma de “S”. El negro de su vestimenta había empeorado al igual que su lustre, bañado de lodo y agua. Tambaleante, por fin, consiguió enderezarse y alzar su malogrado cuerpo. Levantó su sanguinolento rostro al rojo cielo dejando ver su perjudicada mirada. Injurió a los allí presentes interrogando con torpeza el lugar donde había nacido el certero proyectil y sin perder de su zona de visión al predicador, que aún le observaba desde su improvisada protección, adelantó su espada manteniéndola en guardia.

Dhàniel se desmoronó al ver al Estirpe nuevamente en pie. Cogió otro peñasco y lo cargó en su tirador, rebelde en su empeño, y apuntó. Esta vez sentía debilidad, como si las fuerzas se hubieran esfumado con el primer disparo. Le albergó la duda de fallar, cosa que nunca le había ocurrido cuando empuñaba su pequeña arma.

Grynn, apoyado junto a la roca que le guarecía como parapeto, volvió a desenvainar dos nuevas dagas que escondía hábilmente debajo del largo chaleco que se acababa de desabrochar para el momento. El escondrijo, un cinto ancho que le rodeaba todo el musculoso torso, donde se alineaban milimétricamente las cuchillas, tan sólo dejaba visibles al ojo, las empuñaduras. La muerte afilada de cada una de ellas dormía en el interior del cuero. A pesar de los cuatro vacíos que rompían la hilera quedaban cerca de seis o siete más reposando hasta ser llamadas.
El Orador inspeccionó el terreno; brincó en dirección a unos matorrales que no se hallaban lejos de él. Escrutó cómo Escarcha acosaba a Rheysa. Grynn, sin perder de vista al Estirpe lanzó dos nuevas dagas en un arrollador ataque. Unos movimientos, precisos y fugaces, con una técnica casi inhumana. En su vuelo clamó el segundo error:

─Traspasar la frontera y adentraros en campos almaranthyos ha sido vuestra segunda equivocación.

El oscuro caza-recompensas agarrando expertamente con sus manos la empuñadura y ostentando un virtuoso manejo de su áspid, esquivó con una facilidad pasmosa el par de cuchillos rechazándolos como si de insignificantes juguetes se tratara.

Volaron otras dos dagas, y luego otras dos, mientras Grynn se revolcaba de lecho en lecho tras los ataques. Piedras por la retaguardia empezaron a silbar y silbar siendo también rechazadas con impactante facilidad por las hojas de la extravagante espada. El Estirpe no flojeaba en ninguno de los impactos. Es más, a medida que iba rechazando ataques su rabia crecía vomitando nuevas maldiciones y conjuros. Su arrogancia era tal que consumía los ánimos de sus contrincantes.

Escarcha bufaba y respingaba incordiando en el medio de la lucha, siendo contestado y rechazado por los duchos mandobles del Estirpe Salvaje: ─¡Vygylante!, le gritaba en cada uno de sus ataques.

Rheysa, viendo el agotamiento de sus rivales pasó al ataque. Corrió serpenteante hacia los punzantes ojos de Grynn que le acechaban en todo momento. Sendos mandobles, izquierda y luego derecha en horizontal al suelo pasaron cerca de la cabeza ágil del predicador que se revolvió entre las rocas y el cuerpo de su atacante. El áspid cortaba todo lo que encontraba a su paso por tosco que fuera.

Dhàniel dejó de lanzar sus proyectiles de piedra por miedo de dar a Grynn, pasando a ser mero espectador de la enzarzada pelea.

─Tú sí que has cometido el peor error de todos, pobre mortal, el único que te conducirá a las tinieblas, privando a tu ingeniosa lengua de pronunciar ese tercer fallo ─rugió Rheysa.
Las sacudidas de la espada cobraron mayor agresividad y fuerza. En una de las aceleradas huidas de Grynn resbaló y quedó a merced de la tremenda figura negra. El rubio Orador yacía nuevamente boca arriba pero esta vez sobre el embarrado suelo, sus manos podían verse sobre él, sin arma alguna.

─Nunca debiste provocar a un Estirpe ─bramó Rheysa con su bota de cuero sobre el cuello de su oponente. Mientras, rechazaba y mantenía alejado a Escarcha con la extravagante espada. Enseguida, y con la endiablada habilidad que poseía, voló la hoja de su acero oprimiendo la yugular del caído contrincante.

Grynn tragó saliva. La sombra de la muerte se dibujó en su pensamiento.
De pronto, un golpe bronco cambió la tremulota voz del Estirpe por un grito desgarrador que sobrevoló todo el valle, cortándole hasta la respiración.

─¡Gigante! ─espetó Dhàniel desde su elevada posición.

Thelmor había surgido de entre la maleza atestando un hachazo mortal en la espalda del ser negro. Rápidamente vio cómo desenterraba la hoja del arma incrustada entre los omóplatos y ante los desorbitados ojos de todos lanzó una segunda y tremenda embestida con el manchado filo del hacha tronchando el cuello de Rheysa, que resultó definitivo. El sangrante cuerpo sin cabeza cayó pesadamente sobre sus propias rodillas en el áspero suelo, precipitándose sin vida hacia delante momentos después como un muñeco de trapo.

Un silencio apático se apoderó del lugar. La tenue luz envolvió a Thelmor y a Grynn que discutían por el desenlace de los tres forasteros, con un fatigado Escarcha que merodeaba sinuoso, alrededor de ellos, olisqueando aquí y allá. Dhàniel fue el último en unirse al grupo tras descender por el barranco. Para entonces, cesó la riña entre los dos, y el tono cambió sopesando las causas y los trastornos que podían sufrir con la muerte de aquellos tres hombres.

─Aún no puedo comprender cómo apareciste aquí ─dijo Dhàniel perplejo, acercándose a Thelmor que limpiaba su ensangrentado hacha en el agua.

─Muchacho... Hay cosas en este mundo que es mejor obviarlas ─carraspeó un tanto obligado, y con una mueca en la comisura de sus labios su tono cambió─. ¡Por todos los dioses! Hacíais tanto ruido que hasta tu madre desde el hogar os habría oído ─Dhàniel, perplejo y enterrado entre sus hombros, asintió.

Thelmor secó el arma en su propia vestimenta y lo guardó en el petate que llevaba colgado a su espalda.

─Os he metido en un buen lío ─dijo Grynn poco después, abatido─. Las gentes de Coba en la vida lo comprenderán. Tanto si encuentran los cadáveres como si no, estamos en problemas. El cielo es testigo... ¡maldita sea! El Estirpe en ningún momento me dio buena espina ─El rubio Orador, sin perder un solo segundo, mientras hablaba rebuscó entre las ropas y los enseres de uno de los tardos─ Cuando les echen en falta seguirán su rastro hasta aquí y muy pronto Coba será un hervidero de verdyos en busca de respuestas. Para entonces será muy peligroso permanecer en la aldea.

Grynn reunía los enseres y armas que le fueran de provecho, almacenándolos en una de las alforjas de los caballos.

─¡Mirad! ─Grynn alzó unos pergaminos para que Dhàniel y Thelmor pudieran verlos. Permanecían perfectamente enrollados. Rheysa los había llevado escondidos entre sus ropas.

─Pueden sernos de gran ayuda ─afirmó Thelmor.

─Quizá encontremos en ellos la razón de su visita ─corroboró Grynn. E igualmente los guardó, pero esta vez no fue a las alforjas; lo requisó introduciendo el rulo de pergaminos en su cinturón.

Llevándolo consigo estaría mejor guardado, pensó.

Los momentos que prosiguieron después fueron de un espeso silencio, únicamente roto por el relincho de alguno de los tres caballos que Thelmor acercó a la vera de un robusto pino. Dhàniel andaba pululando como inerte sin querer mirar fijamente ninguno de los cuerpos ensangrentados. Sólo topaba con ellos cuando sus ojos buscaban a Grynn, que despojaba ruinmente cualquier cosa que les pudiera servir. Ese saqueo, a él le parecía inhumano y mezquino, y se retiró unos pasos del lugar con la cabeza baja.

─¡Toma! Con esa puntería que exhibes deberías probar con esto ─dijo Grynn desde la distancia ofreciendo a Dhàniel el arco y el carcaj de uno de los derrotados tardos.

Él dudó en un primer momento. Sin embargo, se resignó y se acercó.

─Acéptalo como un regalo del cielo. Llegado el momento podría salvarte la vida. ¡Ah! Y... gracias por tu estimable ayuda ─Grynn sonrió y antes de continuar con sus registros, le guiñó el ojo ─Te debo una.

Dhàniel agarró fuertemente el arco y girándolo ante sus ojos lo admiró. Tenía tallado escenas de combates a lo largo de la arqueada vara. Simplemente el hecho de tenerlo en la mano le produjo una mezcla de congoja y bienestar, e involuntariamente se le escapó una mueca sonriente y dijo entre dientes en voz baja, como si no quisiera que Thelmor se enterara:

─Al final no pronunciaste el tercer error ─esta vez, sí que sonrió abiertamente.

Grynn carcajeó automáticamente. Se levantó dando por concluida la investigación de los cuerpos, miró con picardía a Dhàniel y le contestó:

─Eres muy observador. Y meticuloso, diría yo, pero llevas toda la razón, y bien es verdad que me quedo a medias de mis oraciones siempre, y rabia me da por ello, no te creas ─hizo un énfasis en la última frase─. Sinceramente son dos los errores no oídos y no uno, pero me temía que no llegaría ni al tercero, como para decirle los cuatro que cometieron, como finalmente así ha sido.
Dhàniel se había quedado como un molde, esperando con una expresión vulgar y pánfila a que Grynn no se detuviera por nada del mundo y que le destapara el tercer error.

Grynn pudo pronosticar los deseos de Dhàniel.

─Veo que te intriga la curiosidad, pues el tercer error que cometieron fue decirme que soy cobense, cosa que no es del todo cierta... ─se le acercó al oído y miró a su alrededor para cerciorarse de que Thelmor no lo escuchara─, y... no se lo digas al Gigante, pero la verdad es que... no me gusta el agua ─le susurró con vergüenza.

Dhàniel frunció el ceño ante el enunciado del tercer error; por el motivo del cuarto, sonrió y hasta se le escapó una carcajada que pronto tapó con su mano.

Enseguida empezó a pensar sobre lo que le había dicho Grynn. El conocimiento que tenía sobre él quedaba totalmente desarbolado. Al menos, creía recordar desde que tenía uso de razón, que Grynn había vivido, allí, en su escondida cabaña en lo alto de la colina junto a los grandes robles del elevado camino, siempre en Coba. El cansancio y el abatimiento pronto mermaron sus pensamientos, que iban siendo a cada momento destrozados como muros. Su mente había recibido muchos golpes ese día. Ese día que nunca olvidaría en la orilla del Lago de los Zafiros.

─Volved a la aldea, y tú, Grynn, advierte a Iris de lo ocurrido. Dile también que unas horas antes que despunte el alba nos reuniremos con ella en El Refugio; ya sabes dónde. Debemos tomar una decisión ─pronunció Thelmor con mucha autoridad, mientras Dhàniel escuchaba abrumado aquella orden─. No hace falta que acuda el chico, que lo sepa igualmente. Llevaos los tres caballos y ocultarlos de los aldeanos. Yo me quedaré escondiendo los cuerpos y restableciendo el orden del sagrado valle. Apresuraos, pero procurad pasar desapercibidos. Que el cielo os guarde.
Ambos, seguidos por Escarcha partieron senda arriba a lomos de los caballos. Grynn llevaba amarrada la brida de un tercero, que les seguía a la zaga. La oscuridad fue engullendo paulatinamente sus figuras a medida que se iban alejando por el escarpado camino, llegando en poco tiempo a un promontorio. Dhàniel giró su rostro antes de abandonar la depresión del valle. Su descorazonado semblante observó la escena desde lo alto. Thelmor, insignificante en la lejanía, arrastraba a uno de los caídos y se apresuraba a ocultarlo junto a una zona frondosa y de difícil acceso.

─El valle... mi paraíso... ¿qué hemos hecho, Thelmor, buen amigo?, ... ¿qué hemos hecho? ─pensó desconsoladamente.

Sabía que al igual que aquellos cuerpos que descansaban inertes, su alma también había quedado herida; una herida profunda que había empezado a carcomer toda su inocencia. Una herida que posiblemente nunca llegaría a cicatrizar. Retiró su mirada del ensangrentado paisaje y volvió su rostro hacia el estirado cuerpo de Grynn. Y cabizbajo, agarró con más fuerza las bridas de su corcel y cabalgó llorando en silencio.

MiánRos

Fragmento del capítulo 4 de La Leyenda de Almaranthya 1 El despertar.

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