lunes, 16 de noviembre de 2009

El Caballero de la Armadura Amarilla

EL CABALLERO DE LA ARMADURA AMARILLA La historia que os voy a contar ocurrió hace algún tiempo, no tanto que se escape a la memoria, ni tan cercano que se adelante a los recuerdos. Fue una historia que se instaló en mi conciencia justo en la estación de una era intermedia; al término de una primavera próspera, de días largos y noches cortas. Donde los crepúsculos se entregaban dichosos a cientos de golondrinas de alas negras y picos dorados y chillones; de diminutos cuerpos allá en lo alto (se diría casi mosquitos), aves veloces e inquietas como veintenas de manos sucias, casi negras, intranquilas y hambrientas.

Hace algún tiempo de esa historia, sí.

Todo ocurrió al caer la noche, la noche que tomé la puerta y salí de casa, despacio, diezmado por la morriña, con la mirada baja, como poseído por el alma de un errante, siervo de la propia calzada que debía recorrer; no hacía falta el instinto, no hacía falta querer, sino dejarse llevar, pues el recorrido y el lugar que debía alcanzar eran de sobra conocidos; la repetición se hacía con los días aburrida... lo llegaba incluso a detestar. Sin embargo, aquel desenlace, lejos de la rutina, iba a ser diferente a los demás. Fue alzar los ojos, y una sensación cálida al roce del bochorno me anegó por completo, como el insoportable calor que sometía al mundo aquella noche. A golpe de corazón, lo vi; allí estaba, caído; tenía la armadura amarilla casi deshecha, apenas podía hablar, creo que ni lo hizo, ni siquiera estaba en condiciones para reclamar auxilio. Si bien, ecos de una gran batalla se podían presumir fluyendo a su alrededor, sombras inciertas y dispersas, acaso lejos, habían escarbado junto al vencido. Pero seguía allí, su cuerpo era un escombro borroso casi indivisible de la oscuridad y el resto de siluetas arruinadas, yaciendo entre montones apilados de deshechos; escombros y más escombros sin valor, olores y más olores nauseabundos y repugnantes que contrastaban de bruces con la soberbia presencia, aun abatida y rendida, del Caballero de la Armadura Amarilla.

─"¿Quién te ha hecho esto, Caballero?" -preguntó mi propia alma, encogida por entero.

Él no contestó.
No podía ser cierto lo que estaba viendo, pero lo era. Y no tuve por más que reaccionar: tendí mi mano y le levanté. Él se dejó hacer, vulnerada toda condición, toda gallardía, lejos de su brío en las praderas de la guerra, donde en condición digna, lucharía de igual a igual y donde su honor reñiría con casta por no volver a ser herido. No obstante, ahora su aspecto era débil, se veía derrotado, casi perdido. Pero eso no era lo peor para un Caballero de su rango, lo peor era sentirse inútil, olvidado, sin un señor ni imperio a los que servir.

Y fijaos que aparte de mí, sólo los ojos de la soledad fueron testigos de lo que os cuento; y aunque quizá hubiera miradas escondidas entre las sombras, y digo quizás, ya que los ojos escondidos en las sombras son curiosos y, de tanto en tanto, practicantes a la hora de intercambiar miradas con otros ojos. Por tanto, arriesgado es y casi mágico por mi parte, si esto que os digo lo pudiera afirmar; y si las hubo, de nada me inquietó que me observaran.

Arropé al guerrero con mi brazo amable y lo guié hasta mi hogar, como bien podéis imaginar; no sin reunir, incitar y blandir mi Ejército de Iras contra el enemigo que había amputado la dignidad de un Caballero.

Ya, bajo techo, lejos del raso y del redil brillante de la luna, El Caballero de la Armadura Amarilla empezó a cambiar. Sí, debéis creerme, pues su cuerpo a la luminaria y al abrigo de paredes humildes y desnudas, empezó a relumbrar. Un suspiro, no sé si suyo o llegado de mi anhelo, envolvió el instante.

─"¿Quién te ha hecho esto, Caballero?"-repitió mi alma, tras estrellar de nuevo mi vista con su maltratada estampa.

Aquí viene lo que él me dijo, apretado en deseos que no en la palabra, luego no habló. Podéis creerme y cierto es, pues no hicieron falta voces, ni gestos, ni miradas, para saber lo agradecido que estaba. Adiviné su sonrisa, fiel y diestra de su raza, sirviente de su Señor, siempre esclavo en cuerpo y alma. Ahora me servía a mí, yo que nunca he sido nada, y menos de inclinación solemne, de espalda reposada en tronos, de esos de oro, de esos de terciopelo suave y grana.

A su deseo, mi gracia. Le dediqué mi tiempo; atendí a su historia; y era grandioso, muy grandioso lo que en ella me contaba. Y he aquí, que renacieron sentimientos de otra era, pero de gentil palabra. Y su historia me envolvía, y me alejaba de mí, y me llevaba lejos, más lejos, junto a los hombres de hazañas, junto al Gran Alejandro, junto a su única estampa; una estampa de sobra conocida, soberana, diestra y magna; al grito de su infantería, al grito de sus falanges, al grito de miles de hombres a una sola garganta:

"¡Alalalài! ¡Alalalài!".

Él se divertía de narrador, yo me deleitaba de confidente. Y pasaron los días, uno tras otro, y El Caballero me contó toda su historia, pero no cualquier historia, sino la que llevaba tallada en su corazón.

No obstante, y por muy bella y épica que fuera aquella historia que El Caballero me contó, más bellas y grandiosas historias atisbé, estacionadas en sus soledades. Y sin saberlo e incluso sin querer, caí en la cuenta y descubrí su poder, su escondida fuerza y la auténtica honestidad por la que El Caballero luchaba. Ahora era consciente de su influjo. Conocía parte de mi historia, mis movimientos, mis gustos, mi vida, pues habíamos compartido el tiempo; se había colado en mi casa, había conocido a los míos, y a la par que me contó su vida, había atesorado la mía, poquito a poco, sí, la mía. Hasta mi huella había quedado gravaba en su Armadura Amarilla para siempre, como todas las demás. Ahora yo formaba parte de esas historias que él velaría abrigado en sus largos periodos de soledad.

Y debéis saber que El Caballero vigila siempre mientras sostiene la ilusión, esperando el momento de sentirse útil y terciar en la batalla, abrir su corazón a los nuevos señores, aunque quizá lo haga con el mismo que ahora le mantiene, sólo éste tiene en su mano la suerte de concederle tal esperanza. ¿Acaso se baña en esa seguridad? Sí, seguro que sí. Pero es prudente; la prudencia no desmerece la valentía. Mas se siente confiado y tranquilo de que su señor no acabará avergonzándole, arrojando su cuerpo entre montones de deshechos malolientes que crecen cada vez más a menudo por el mundo.

Él es, ante todo, un Caballero...

MiánRos

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