miércoles, 27 de enero de 2010

HOY
Si algo he aprendido Hoy, es a mantenerme al margen. Al margen de Mañana, que preñará otro Hoy cuando se acerque. Margen disfrazado si la distancia que lo separada de uno se desliga del filo. Filo de la incipiente piel, mi piel. Piel que lleva el riesgo. Riesgo de tropiezo. Riesgo de llegar a no sentirse. Y cuando pronuncio “no sentirse”, mi voz se llena de palabra. ¿Quién no se ha llegado a no sentir alguna vez? No ver el Hoy que traerá el mañana. La mañana de millones de mañanas que se acercan sin dolor. Y sin embargo, hay dolor, y siempre imaginado.

Al contrario que la Luz que viaja, surge, se eleva, baja y después se va. Pero vuelve, siempre vuelve, y lo hace sin dolor.

En cambio yo, tomo impulso, casi necesario, avanzo y voy, a veces con dolor, a veces no, pero siempre voy aunque descanso. Descanso cuando no voy, pero voy, nunca vuelvo. El día que vuelva será para nunca más ir.

Y he aquí la encrucijada, y yo ahí, clavado en ella. En ocasiones distraído. En ocasiones dispuesto, más que aburrido, más aburrido que dispuesto, pero ahí, pétreo y fiel. Y firmaría que curioso, tanto o más que un vigilante, como lo son las Cosas que desde su posición se atreven a observarnos. Y juzgan, acaso el paso por ejecutar, que no el ejecutado, ya olvidado sin remedio.

Y yo, ufano, arrogante por cobarde necesidad Hoy, o cobarde por accidente acaso en otro Hoy. Abrigado y hasta remangado. Dispuesto a no estarlo. Indispuesto pretexto a estar dispuesto a hacer algo pequeño que se vea grande, o grande que se vea pequeño, quién sabe; me conformo con que el tamaño adquirido dé sombra, sombra a veces requerida.

Eso sí, ese algo debe llevar el vestido de Calma por dentro, y por fuera el de Intranquila Prisa. ¿Quién desea correr?

Ya perdí un zapato entonces, no pretendo arriesgar el otro; las prisas son para los jóvenes, como los jóvenes son para las prisas. La Calma no será Calma si es asaltada por la Prisa. Y no es Prisa, sino Calma, la que preciso. Ya caminé a ciegas sin camino, corriendo por vivir.

Si algo he aprendido ha sido Hoy. Camino sobre el camino. Camino sin camino. Cadencia repetida que acompañó mi crecer, el amanecer. Y así será también Hoy, cuajado por la luz de la mañana.

Y hoy cargo sobre mí, otro HOY. Y ahí va o voy, mi yo y HOY, uno sobre otro, y otro sobre uno, formando un dejo divertido. Pero mi dejo no es dejo cuando dejo a lo lejos el margen y veo El Bote. Ahí viene, o va. Tal vez si va lo coja, si viene no; no preciso venir sino ir.

El Bote. Es de larga proa. Descubro gestos perfilados de rimel descorrido; labios apretados en rictus doloridos, afónicas arrugas que se niegan a morir.El Bote. No siempre se arrima lo necesario, ni necesario es o será siempre que se arrima; pero esta vez lo hace, como otras veces. Y heme aquí visto desde allí; y siento que me ve. Enfila la orilla, mi orilla. El margen de todos los márgenes. Y va... no viene. Y hay dolor, y no lo hay...Sin embargo, si algo he aprendido Hoy, es a no subir al Bote, al Bote de Mañana.

Hoy no. Lo haré en otro HOY, pero Hoy no.

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MiánRos (Quedan reservados todos los derechos sin el consentimiento del autor)
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viernes, 22 de enero de 2010

ÁNGELES DE CARTÓN
Capítulo 1. Delirios (3/3)

Él, me conoce bien, me refiero a mi inexpresivo bolígrafo de tinta azul, pero para quien no me conozca distinguirá en mí a primera vista un cincuentón, de pelo negro, aunque cada vez menos, eso sí, descuidado y al filo de la dejadez; hubo mejores momentos donde estuve bien peinado y de mejor ver. De lejos, podría aparentar ser un ejecutivo de talante grave y bien formado, camisa blanca, chaqueta oscura a juego con los pantalones, de cuya base surgen un par de zapatos que carecen de lustre como todo el traje y la piel de mi cuerpo que se arruga con los días asomando bajo la tela gris. Pero aún es más triste la desmayada corbata que me acompaña allá donde voy. Para ser justo he de añadir que nunca he sabido hacerme el nudo. Y los zapatos que desgasto buscando la senda que una vez se borró bajo mis suelas, son de los que no llevan cordones. La verdad, no me gusta perder tiempo en pequeñas memeces de las que he podido descubrir que está el mundo lleno. Ya se encargaba Débora de minar mis pilares de estabilidad moral exclamándome en sus habituales momentos de cólera: “eres un desastre”, una frase machacona que siempre tenía en boca cuando me enfrentaba al reto del espejo y las volteretas circenses de manos y tela, intentando formar un buen nudo en la corbata; tal vez la llegue a dar la razón en algún momento, pero a día de hoy, no veo la importancia de semejante paño que apenas deja respirar; será por eso que acostumbro a llevar el nudo suelto, dejando caer la tela desfallecida sobre mi pecho como un lienzo decorativo que, quizás, me persuada un tanto, o poco más, para no mandarla a hacer puñetas. Sin embargo, me engañaría si pensara sólo eso del pequeño complemento que duerme sobre mí, ya que sé por qué aún lo conservo como parte de mi propiedad.

Fue Débora quien me la regaló el mismo día que Ángela cumplía su primer añito. No tendría suficiente espacio en estas páginas que me esperan en blanco para describir aquella comida que compartimos los tres... me remitiré a decir que fue... ─tomo para mí un suspiro y fluye en la intimidad de mi ser la sensación, que no la palabra─, inolvidable. Y seguramente, y sin todo lo que llegó a evocar en mi corazón esa diminuta prenda desde aquel día, ya la abría tirado al cesto de la basura o regalado a cualquier compañero de la calle más necesitado que yo, que los hay, y tristemente son muchos. Un regalo absurdo, por otra parte, aunque mirándolo desde el punto de vista de la necesidad, siempre podría venderla y sacar al menos para un bocadillo o canjearla por unos cuantos días de cafés con leche y bollos con los que defender los gritos del estómago.


Qué casualidad, de repente una moneda chinchinea en la acera y me aleja por un segundo de lo que escribo. Son veinte céntimos de euro, dorados como alguno de mis sueños, que desaparecen de inmediato bajo un guante de color verde pistacho, roto en sus extremos, por donde asoman unos dedos mal lavados, mejor dicho, sin lavar; son de mi compañero de cartones; todo el mundo le conoce como Casca, yo también, y me satisface que camine junto a mí en la senda que me tiende la vida.

Le veo que saluda respetuosamente a la persona que le entrega un poco de bondad. Me guiña el ojo mientras me nombra:

─Champalán ─murmura con su particular forma de pronunciar la “c” que muda a favor de una “s”. Champalán es el nombre con el que me bautizó él mismo cuando nos conocimos, no sé a santo de qué, pero la verdad, no me incomoda demasiado. Hasta estoy consiguiendo amoldarme como si hubiera respondido a ese apodo toda la vida, sólo espero no olvidar mi nombre verdadero, el que dejaré en la memoria de los que me conocen cuando me vaya.

Vuelvo a lo mío, pero antes veo a Casca que se levanta, se aleja de mi lado y se va. En fin, soy sumamente sensato para saber que no tengo el aspecto de un indigente, como puede tenerlo él, aunque ahora empiece a sentirme como uno de ellos, y viva, en cierta forma, como lo hacen ellos. Pero por desgracia es algo más que esta exigencia mía que insiste en relacionarse y filtrarse entre los vagabundos más necesitados de la ciudad. Quizá esté equivocado, pero siempre me he dejado guiar por mi intuición. Y esta vez, cómo no, ha sido una señal la que me puso sobre el paradero de mi niña. De alguna manera esa señal me decía que debía zambullirme entre la pobreza más indigente de estas calles de Madrid, sólo así sería capaz de dar con mi hija. Y aquí estoy, sin más armas que mi anhelo, y sin más consuelo que el de escribir, con la esperanza de encontrarla en algún momento...

Y es por ello que diariamente analizo cientos de transeúntes, qué digo cientos, miles; la condición de vivir en la calle me da ahora ese privilegio que otros apenas se han parado siquiera a pensar. Aunque he comprobado en mis carnes que es un privilegio demasiado caro para la agonizante miseria que he llegado a respirar, noche tras noche, en este asfalto plagado de escondrijos rociados de orín que se mezclan con las ambiguas sombras de la ciudad. Aun así no renuncio a pervivir entre los necesitados y los flojos de voluntad. Mucho antes de sentir la señal de Ángela y echarme definitivamente a la calle, yo tampoco me hubiera visto así, en medio de toda esta penuria. Pero he sido yo, no culpo a nadie carnal que sí a las circunstancias, el que ha roto este raíl para que el vagón donde viajaba volcara, y así poder vivir, fuera de la ruta donde estaba encarrilado como si fuera un número de una serie matemática interminable.

Aún trato de recomponer los trozos rotos de mi vida, pero cuando busco, algunos pedazos se han perdido y otros no encajan en el maltrecho mosaico de mi razón.

Entonces caigo en la cuenta y me sostengo con el bálsamo del consuelo, pues dicen que: “la vida te da una segunda oportunidad...” Yo, sentado en este aislado apeadero, sigo esperando. Mientras, muevo y giró las piezas que todavía están aún por ajustar en el incompleto puzzle que una vez se revolvió empañando mi memoria.

Con todo, me esfuerzo y recuerdo que Débora era una mujer difícil, quizá por eso me gustaba, sentía un mono irresistible cuando estaba cerca de mí, era un reto incomparable. Tal vez fuese esa, inconscientemente, la razón por la que me casé con ella. Pues aunque había detectado todos sus defectos y manías, fueron sus muchos valores los que me empujaron definitivamente a sus pies; demasiados, para haber ofrecido un no por respuesta el día que acudimos a él, al cura que nos unió ante Dios, del que por cierto, no recuerdo ni un rasgo de su rostro, ¿por qué será? Aunque sí tengo una vaga silueta de ese hombre: era mayor en edad pero bajo en estatura, y su voz sonaba aburrida y poco armoniosa bajo aquella cúpula decorada de angelitos que parrandeaban desnudos y sin sexo por las paredes llevándose mi concentración en más de una ocasión. Lo que sí recuerdo con mayor énfasis, aunque la tensión no me dejó disfrutar del momento, fue el instante en que apareció ella, Débora, toda envuelta en blanco como vestida de cisne. Otro momento inolvidable.

Mi visión se nubla, pese a mi dura oposición, encima de estas últimas palabras que acabo de escribir. Vacilo, tratando de coger el aliento suficiente como para proseguir. No sé cómo, pero lo he conseguido.

Cada momento que pasa me cuesta más empuñar entre mis dedos, agarrotados de frío, a mi querido compañero BIC y ponerme a escribir encima de este papel. Es curioso lo repetitivo que llega a resultarme a veces lo que escribo. Tengo que hacer uso de mi imaginación para que lo que trato de trasmitir resulte diferente, aunque, ¿a quién quiero engañar? Hace muchos días que no he recibido ninguna señal, por tanto no sé qué escribir... ¿Acaso me estoy alejando de mi niña?

─¿Ángela? Si estás ahí, dirígeme el camino... sabes que iré ─musito para mí. (Fin del capítulo)

MiánRos (Quedan todos los derechos reservados sin el consentimiento del autor).

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jueves, 14 de enero de 2010

LA CAJA DE PINCELES

Fragmento de uno de los capítulos de la novela que estoy fundiendo en la forja de Window. Todavía el escrito está sin la corrección exhaustiva, e incluso puede sufrir algún cambio de texto, ya que estamos hablando del primer borrador.
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(Fragmento: La Caja de Pinceles) El título también es provisional.

Giuliana no parece consciente de las súplicas silenciosas de su nieta y, embaucada en sí misma, abre el libro y rebusca la línea donde interrumpió la lectura.
Immacolata pierde por momentos la serenidad que había alcanzado y se entromete, a sabiendas del malestar que puede generar nuevamente en su querida abuela.
─¿Ha llegado el momento, para qué? ─le pregunta; alcanzando el tono de crispación que seguramente había pretendido.
Giuliana interrumpe un balbuceo, quizá debido a la satisfacción de haber encontrado el texto que buscaba, sin embargo alza los ojos. Enseguida tropieza con las pupilas desafiantes y negras de su nieta que parecen esperar una respuesta.
La abuela suspira, baja su mirada, cierra el libro y vuelve a levantar la vista hacia su nieta, todo de un modo tenso, pero perezosamente y por ese orden.
─¿Por qué te pones así? ─le pregunta.
─¿Ha llegado el momento para qué, abuela? ─repite la muchacha sin pestañear.
─Ay, la pequeña Maco. ¿Acaso has olvidado qué día es mañana?
Maco, como cariñosamente la llama su abuela, rebusca rápidamente en su conciencia, en medio del malestar que no hace sino alterar su comportamiento y... ¡No encuentra nada! “¿Qué tiene que ocurrir mañana? ¿Hay algo especial que he pasado por alto?”.
Maco sabe que mañana será un día de clase sin más, viernes para ser más exactos, y quizá las horas de clase sean tan aburridas como lo han sido durante toda la semana. Pero de pronto, cae en la cuenta de la pregunta de Giuliana, y la respuesta le viene a la memoria de sopetón. Justo cuando sus palabras quieren brotar de sus labios, su abuela se adelanta.
─Mañana es tu cumpleaños ─le recuerda su abuela; su voz y sus ojos se han llenado de satisfacción, a pesar de que su ánimo aún sigue dolido.
─Es cierto. ¡Qué tonta! ─se reprende a sí misma Maco.
Ella sabe de sobra que ha sido una semana extraña y dura, incluso ha discutido con mamá y con alguna que otra amiga del instituto en plena fase de exámenes. Quizá todo ese malestar se ha acumulado y haya repercutido en la febril indisposición actual.
─Dentro de unas horas cumplirás los dieciocho ─expresa Giuliana.
Maco no dice absolutamente nada. Se ha quedado en blanco, superada por su mala cabeza.
─Cierto día como hoy, y faltando unas horas para que yo cumpliera los dieciocho años, Bianca, mi abuela, puso en conocimiento mío estos escritos y el peso y la responsabilidad que significaban realmente.
Maco toma conciencia de lo que acaba de escuchar, simplemente por el tono confidencial expuesto por su abuela Giuliana. El día de su cumpleaños se va de golpe de su cabeza igual que vino, y su concentración se ajusta únicamente en la relevante noticia que acaba de recibir. Por tanto, su expresión cambia; por un segundo parece que hasta el malestar la ha abandonado.
─¿Un legado? ─pregunta, llevada por la curiosidad.
─Podría decirse que sí ─es la respuesta que recibe─. Y muy antiguo, Maco.
─¿Cómo de antiguo?
─La respuesta a esa pregunta, y cuantas te puedan surgir, están en estas mágicas hojas. Pero sin duda es un legado que data del siglo XVI, la época donde el Renacimiento se hacía paso en la vieja Europa.
─¿Y es muy importante?
─Ya lo creo.
Maco traga saliva, mientras las ganas de interrogar a su abuela la dominan irrefrenablemente. Sin embargo no sabe por dónde empezar, no sabe qué decir. Es su abuela la que interviene de nuevo, prosiguiendo con la importancia que rodea a aquella historia.
─Ahora este manuscrito te pertenece ─indica─, y lo que en él se manifiesta también, como a mí me perteneció hasta llegado este momento, y como a ti te pertenecerá hasta que la primera de tus nietas cumpla los dieciocho años.
─¿De abuelas a nietas? ¿Y qué pasa con las madres?
─Yo me hice la misma pregunta entonces, pero no obtuve respuesta. Así que no podría explicarte el por qué de esa irregular secuencia genealógica, y por qué una generación quedaba aislada del conocimiento de este legado, pero en fin, así es.
─¿Y si yo muriese antes de que llegase el día del traspaso del legado?
─Buena pregunta. Veo que eres más avispada y preparada que yo en mi tiempo. Yo sólo llegué a ese razonamiento muchas semanas después.
─¿Encontraste la respuesta?
─Debiera decirte que no; y así fue, pues no la encontré. Fue ella la que me encontró a mí.
─¿¡Abuela!? ─Maco cierra los ojos un tanto consternada.
─Es cierto Maco, no pierdas los nervios. Desde el momento en que recibí este libro antiguo una fuerza innatural empezó a fluir cada vez que me acercaba a él y lo tocaba.
─Ahora sí que parece un cuento, abuela.
─¡Puedes creerme! Ciertamente sucedía así. Era como si el Libro tuviera vida propia, y el Espíritu que custodiaba sus mágicas hojas me ayudase.
─¿Quieres decir que cualquier duda que te surgía entonces, el Espíritu del Libro te lo resolvía, sin más?
Giuliana simplemente despide una sonrisa involuntaria en respuesta.
─¡Oh, vamos, abuela! ¿¡No pensarás que voy a tragarme eso!?
Antes de que la protesta de Maco se aleje de sus labios, Giuliana abre de par en par sus viejos ojos y echa una mirada desafiante a su nieta.
─Lo harás ─sentencia arrastrando su mirada hasta la joven─. Y cuando sepas el verdadero significado que trato que entiendas, aún más. (continuará)
MiánRos (Quedan reservados todos los derechos sin el consentimiento del autor)
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ÁNGELES DE CARTÓN

Capítulo 1. Delirios (2/3)

Pues bien... Desde este desabrigado lugar que tomo como cama y como todo, me he acostumbrado a observar, más que a escribir, mientras descubro de una forma diferente a las personas. Ellos andan, corren, se detienen, pero no me ven, o no quieren verme, aunque yo sí que los veo, a todos, sin excepción. Me unto y me entretengo con sus gestos; algunos son alegres, otros tribales, pocos hay trasparentes mezclados entre los muchos opacos. Pero en conjunción, me espanta reconocer en ellos sus miedos. Miedo, que sensación tan sombría se descubre en mi conciencia simplemente con nombrarlo.

Coloco la manta para que el frío no encuentre el pasadizo que forman mis piernas recogidas, mientras me deleito con una mueca que pasa deprisa.

No me ha dado tiempo a digerir por completo ese gesto cuando una jovencita que se ha peinado una larga coleta negra, como el más puro de los chocolates que satinaron mis dientes alguna vez, me sonríe; me ha visto al pasar delante de mi sentada posición. “Gracias pequeña”, recibe mi respuesta, que espero sea para ella tan cálida como a mí me ha resultado la suya.

Sin embargo, el grato momento ha sido siquiera un chispazo de ilusión ─suele ocurrir en estos casos felices─ porque al instante me doy cuenta de que vuelvo a ser un mero fantasma observador, apartado en la cuneta del trajín de la vida, como algo olvidado.

Regreso a todos esos rostros que, precisamente hoy, se ocultan bajo grandes paraguas de polícromos colores, resistiendo la invisible avería que se ha producido en lo alto, en la asamblea de nubes. Un guiño de chifladura acude de repente a mí y me arranca involuntariamente una carcajada de mi interior mientras contemplo la aceleración que produce semejante contratiempo en las personas. “Infelices. ¡Correr, correr! No paréis”. Les digo para mí. “Iros con vuestra prisa a buscar más prisa. Ya llegará el tiempo de parar”.

Pero qué ironía la mía, a veces me comporto como un desequilibrado o simplemente un estúpido, quizá lo sea, y de un modo insalvable. Mi risa es perversa y gélida, puesto que, coherente con la perturbación que me domina, sé que no acudirá a nosotros el ser humano capaz de arreglar semejante desperfecto, ni existirá escalera lo suficientemente alta que se incline para remediar el deterioro que se cierne sobre nuestras cabezas. No, no llegará el día, al menos yo no lo veré, ni ninguno de vosotros. Por lo tanto, no puedo ayudaros, ni vosotros mismos podéis hacerlo, y menos, salvarme a mí, ya nadie puede. Sólo cabe observar y abrazarnos los unos a los otros, y todos juntos esperar... todo lo que tenga que venir, no descuidéis, que vendrá.
...

Me he quedado en blanco, sé que es difícil, pero a veces me ocurre. Sólo entonces viene a mi memoria el pasado, y encarrilo la danza elegante que nace como un destello mágico en la punta de este pequeño cilindro de tinta que va dando carácter al blanco de estas páginas, revelando las letras que aprendí hace muchos años; doy gracias por haber tenido la paciencia y el orden necesario de guardarlas en algún lugar de mí, y que con esta edad que ahora me carcome doy por hecho que habría sido incapaz e improbable de haberlo conseguido; aunque sin embargo, mis ojos van más allá de esta escritura que parece que brota instintivamente de mi mano y se adosa en el papel, quién sabe si para siempre. Ojalá yo tuviera esa magia y pudiera hacer lo mismo y estacionarme para siempre en un lugar parecido, o considerable.

El vacío de mi conciencia ha enlazado con una reflexión que caprichosamente viene a mí en el vagón de los longevos mutismos de mis ya frecuentes ausencias. Pasa rápido de largo y leo mi propia preocupación, pero lo recito para mí, acopiado en mi atmósfera solitaria:

─“He llegado a convencerme de que no estoy en este mundo por voluntad propia. Fríamente, somos el resultado de una suma entre el deseo y el placer que disfrutaron otros. No obstante, y a fin de cuentas, tenemos que dar gracias a pesar de que seamos una consecuencia... Porque sin quererlo yo, nací. Como creo que todos nacemos”.

De ese modo vino a este mundo Ángela, o Débora, su madre, que siempre quiso que naciera un cuerpecito de nube de algodón para estrecharlo entre sus pálidas manos; yo me sumé a ese estremecimiento que nos abarcó por entero a los dos; a Débora y a mí, el día del alumbramiento de nuestra pequeña Ángela; mi rubita de ojos dulces del color de las castañas en otoño. Con el tiempo, supe que nuestra hija no fue suficiente para remendar nuestro amor.

Creo haber escrito estos últimos párrafos alguna vez, me encanta hacerlo, pero estoy seguro que las palabras danzaron de distinta forma, y los verbos que se me antojaron entonces fueron diferentes.

Aunque me niego a volver atrás. No me gusta recordar cosas de mi pasado, pero mi mente es caprichosa y me asalta en los momentos menos insospechados.

Y es que me acuerdo tanto de ella, de Débora, de mi primera y única esposa, que no pasan los días en los que alguna de las mujeres con las que me cruzo a diario por las calles, no me salpique algo que una vez descubrí en ella, mientras envejecíamos juntos, abrazados el uno al otro. Pero mis palabras no son del todo ciertas... porque aunque no me gusta comparar, ninguna se podrá igualar a Débora... ninguna.

Pero hay algo más. Algo con mucha más fuerza en mis recuerdos, que cuando bosteza en mi mente y se presenta frente a mis ojos, me debilita, y me hace temblar; es el rostro de mi pequeña Ángela, el fruto que brotó del amor de Débora y mío, mi hijita. Y es ella quien se aparece delante de mí y nubla la ciudad que se alza tras su evocada silueta; es su menuda y dulce sonrisa, precisamente, la que domina mi mano cuando escribo y se vierten mis frases por la emoción, y el vínculo entre mi mente y BIC se diluye, y con él, mis sentidos. Sin embargo, sé que esa circunstancia es la que me mantiene vivo. Entiendo que es una conjunción de sentimientos, me suele ocurrir a menudo, pero no puedo hacer nada por evitarlo. En ese momento, soy consciente del vacío que siento en mi interior, y la necesidad que me obliga a dejar de escribir hasta alcanzar una abertura lo suficientemente amplia para no empañar mi visión y estropearlo todo. Si no lo hiciera, nada de la elegante curvatura de las grafías añiles que deja en su senda BIC se parecería a una palabra, ni siquiera a algo legible. Y quiero que mi escritura sea bien legible, que quede constancia de lo que desea mi corazón y anhela mi alma.

Te quiero, Ángela. No sabes cuánto. Siempre te he querido... ¿Dónde estás, mi niña?...

Aún tengo fe de que ella lea todo esto que escribo, ya que es la personita que se sienta en mi conciencia, por la que abro los ojos y para la que encadeno vocales y consonantes y todo tome sentido. Ojalá el destino tenga benevolencia con mi niña, allá donde esté, y conmigo, allá donde quiera llevarme; pero por Dios... que nos junte, que nos junte pronto, ya que mi terquedad alimenta este cuerpo para no perder las fuerzas y el poco aliento que ya empieza a escasear en mis reservas para dar con ella. La busco más allá de mis recuerdos, de mis dudas, e incluso, entre la contrariedad que emborrona mi pasado.

Y sabed que es por ella, por la que deambulo entre las enmarañadas calles de esta ciudad, sin más armario que el pequeño maletín que parece adosado a mi mano derecha como un enorme detalle decorativo de mi piel; sin mayor cobijo que una pequeña Biblia de bolsillo para amenizar las gélidas inclemencias que presenta la intemperie, unos cuantos cartones y una manta que una vez cubrió el gozo de mi hogar, cuando se le podía llamar hogar.

Ay, me ha vuelto a ocurrir, y la misma pregunta me interrumpe... ¿Cómo es posible que todos mis pensamientos confluyan hacia mi pasado? No quiero pensarlo, pero soy juicioso con mis sentimientos y sé que estoy apresado por los momentos ya vividos, soy reo y celda de mí mismo, es una pasión inevitable.

Pero la realidad está ahí, y aunque trate de engañarme y camine mezclado entre personas, me siento solo; no importa, es una impresión que he llegado a asumir, sé que no le intereso a nadie. ¿Quién quiere saber cuánto sufre mi corazón, y cuán perdida está mi alma de mi cuerpo? ¿A quién le importa lo que a mí me pase y la verdadera razón por la que escribo? Nadie leerá ni uno, ni tres, ni cuatro, y siquiera volcar un interés sobre estos párrafos sabiendo de antemano que está escrito por un vagabundo. Nadie ahondará en unos textos recubiertos de melancolía que sólo definen mi desesperación y defienden la postura que he adoptado de vivir en la calle buscando a mi hija Ángela, por si una vez todo se dignara a cambiar.

Me es por tanto fácil de adivinar que las emociones que voy encontrando a cada instante alrededor de mí, son mías y sólo mías. Y sin embargo, aunque no ocurriera nada de lo que pienso y todas estas hojas se perdieran, me da igual, escribir me reconforta y de alguna manera me evade del mundo que chilla ahí fuera. Es un limbo espiritual que cierro para mí en el que me acompaña mi ferviente compañero BIC quien hace visible mi pensamiento. Nadie más puede entrar si yo no quiero. (continuará)


MiánRos (Quedan todos los derechos reservados sin el consentimiento del autor).


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ÁNGELES DE CARTÓN

Capítulo 1. Delirios (1/2)

La mujer parece cansada, y quizá lo esté. Sin embargo intenta no volver a huir de las primeras líneas del texto, sin atreverse a más.

Sólo un pestañeo acompaña la profunda inhalación donde dosifica el poco aire no afectado que aún perdura en la habitación, al tiempo que, posiblemente, su conciencia desmenuce un último recuerdo ya vivido, insensible, ojeando por el rabillo del ojo el descolorido gris del cielo que tapiza la ventana. Tal vez no sea ésta la razón que retiene su yo más íntimo la que le produce esa sensación de nostalgia, sino que medite sobre las primeras líneas del texto que acaba de leer y que le han llegado al corazón. Sea como fuere, se aleja del pliegue del cielo y vuelve al cuaderno y a esos primeros párrafos que ha llegado a memorizar, y como es lógico, no le hace falta volver a repetir para proseguir la lectura, aunque esta vez se compromete para sí a no parar. Y lee... pero, inconscientemente, lo vuelve a hacer desde el principio.

***

Ha empezado a llover. Fiel a mis costumbres y a la tristeza que me abriga en estos días de media luz, me he puesto a escribir.

Era de esperar, todo mi engranaje ha arrancado, y como fruto, las líneas de mi compañero BIC aparecen sin pereza. Es una danza de pasos azulencos que surge como de un sueño y se alinea hermanada al papel frente a mis ojos. Son trazos elocuentes, sencillos y sinceros, y esculpen con la misma facilidad que respiro lo que guarda mi alma; espero al menos durar lo suficiente para darle un final digno a esta complejidad de formas que llamamos escritura.

***

Por un segundo la emoción la supera y deja de leer. Se ha vuelto a fallar a sí misma, y lo sabe. Todo está demasiado reciente, y también lo sabe; y a pesar de que quiere ser fuerte, está a punto de cerrar el cuaderno y posponerlo, que no a olvidarlo. Sin embargo es prudente, pues sabe que todavía no está preparada para dominar sus sentimientos de lo que pueda llegar a leer; pero eso... también lo sabe.

No obstante, observa el texto y cree verle: escribiendo aquellas líneas en el rincón junto a la ventana, o sentado en la cama, acurrucado y sin hacer ruido; nunca lo hizo. Cinco segundos de reflexión donde toma la determinación que le falta, y sus ojos femeninos, tan cerca de la conmoción como lejos de la alegría, caen sobre lo escrito y se obliga a no parar... esta vez cree que no lo hará...

Y con una necesidad palpitante, continúa leyendo...

***

Creo que es lunes, y por el trasiego y la forma de caminar que se respira en la calle es una hora punta, no me cabe duda. Inspiro y trato de filtrar la manifiesta agitación que registro; el olor que me invade es distinto, las ropas que percibo son distintas, y hasta la prisa que descubro es diferente al asomar la primera luz natural que hace añorar el fin de semana. Siempre ocurre lo mismo; lunes de resignación, rostros desanimados, posturas conformistas. Así es el mundo, lleno de lunes, y empieza a bullir uno de tantos.

Y yo, enfundado en el papel de indigente que yo mismo me he atribuido, me filtro en él como un autómata más, decorando el ajetreo de la calle. Husmeo, siento la temprana palpitación, y sé que es una agitación desmesurada de reiteradas actitudes anteriores. Prisas, a fin de cuentas, que no dejan de ser malas consejeras, como cierto día asimilé. Y es por ello que tengo un nuevo miedo incrustado, de que ni siquiera los consejeros de estos tiempos que corren son mejores que los de hace miles de años, ni yo el mejor escriba para contarlo en este humilde cuaderno de viaje que corrobora la corriente de este mundanal cauce que nos distrae.

No me considero un escritor, aunque emule las formas sobre estas hojas, es más bien un modo de mantener mis sentidos ocupados, o un no sé qué, que no puedo llegar a reprimir.

Por escribir... diré que estoy sentado, más que aburrido entre las grasas de este viejo ancestro y conglomerado Madrid donde intento respirar. Y mi improvisado y nuevo hogar, ay mi hogar; no es muy grande, pero tampoco pequeño... simplemente, es; y simplemente, me basta.

Pero para que no os hagáis una idea desacertada del lugar donde subsisto, debéis saber que es la entrada de un viejo caserón en ruinas, un portal imperfecto y deteriorado; y no hay más. Aunque una parte de mí está complacido puesto que este cúmulo de vigas sin paredes es efectivo y me cobija, sólo en parte, de las heladoras penurias que despierta el invierno. No obstante, me identifico con él, como si fuéramos dos veteranos supervivientes de los días. Él, apuntalado con esas tiesas pilastras de hierro donde se enroscan miles de tornillos que lo sustentan antes de ser reformado o derruido por completo. Y yo, con el mismo aspecto defectuoso, pero vestido de hombre, donde se enroscan miles de recuerdos que sustentan mi organismo. Sin ellos, toda mi estructura argumental se vendría abajo. Si bien, y no me cabe duda, ambos somos iguales: fiel reflejo de los bocados que da la vida, y esto sí que me importa y pienso que demasiado.

Es obvio. Un día amanecerá sin mí. Y peor aún, puesto que quizá en un mañana, al paso que vamos, amanecerá para nadie.
MiánRos (Todos los derechos quedan reservados sin el consentimiento del autor).
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