jueves, 14 de enero de 2010


ÁNGELES DE CARTÓN

Capítulo 1. Delirios (2/3)

Pues bien... Desde este desabrigado lugar que tomo como cama y como todo, me he acostumbrado a observar, más que a escribir, mientras descubro de una forma diferente a las personas. Ellos andan, corren, se detienen, pero no me ven, o no quieren verme, aunque yo sí que los veo, a todos, sin excepción. Me unto y me entretengo con sus gestos; algunos son alegres, otros tribales, pocos hay trasparentes mezclados entre los muchos opacos. Pero en conjunción, me espanta reconocer en ellos sus miedos. Miedo, que sensación tan sombría se descubre en mi conciencia simplemente con nombrarlo.

Coloco la manta para que el frío no encuentre el pasadizo que forman mis piernas recogidas, mientras me deleito con una mueca que pasa deprisa.

No me ha dado tiempo a digerir por completo ese gesto cuando una jovencita que se ha peinado una larga coleta negra, como el más puro de los chocolates que satinaron mis dientes alguna vez, me sonríe; me ha visto al pasar delante de mi sentada posición. “Gracias pequeña”, recibe mi respuesta, que espero sea para ella tan cálida como a mí me ha resultado la suya.

Sin embargo, el grato momento ha sido siquiera un chispazo de ilusión ─suele ocurrir en estos casos felices─ porque al instante me doy cuenta de que vuelvo a ser un mero fantasma observador, apartado en la cuneta del trajín de la vida, como algo olvidado.

Regreso a todos esos rostros que, precisamente hoy, se ocultan bajo grandes paraguas de polícromos colores, resistiendo la invisible avería que se ha producido en lo alto, en la asamblea de nubes. Un guiño de chifladura acude de repente a mí y me arranca involuntariamente una carcajada de mi interior mientras contemplo la aceleración que produce semejante contratiempo en las personas. “Infelices. ¡Correr, correr! No paréis”. Les digo para mí. “Iros con vuestra prisa a buscar más prisa. Ya llegará el tiempo de parar”.

Pero qué ironía la mía, a veces me comporto como un desequilibrado o simplemente un estúpido, quizá lo sea, y de un modo insalvable. Mi risa es perversa y gélida, puesto que, coherente con la perturbación que me domina, sé que no acudirá a nosotros el ser humano capaz de arreglar semejante desperfecto, ni existirá escalera lo suficientemente alta que se incline para remediar el deterioro que se cierne sobre nuestras cabezas. No, no llegará el día, al menos yo no lo veré, ni ninguno de vosotros. Por lo tanto, no puedo ayudaros, ni vosotros mismos podéis hacerlo, y menos, salvarme a mí, ya nadie puede. Sólo cabe observar y abrazarnos los unos a los otros, y todos juntos esperar... todo lo que tenga que venir, no descuidéis, que vendrá.
...

Me he quedado en blanco, sé que es difícil, pero a veces me ocurre. Sólo entonces viene a mi memoria el pasado, y encarrilo la danza elegante que nace como un destello mágico en la punta de este pequeño cilindro de tinta que va dando carácter al blanco de estas páginas, revelando las letras que aprendí hace muchos años; doy gracias por haber tenido la paciencia y el orden necesario de guardarlas en algún lugar de mí, y que con esta edad que ahora me carcome doy por hecho que habría sido incapaz e improbable de haberlo conseguido; aunque sin embargo, mis ojos van más allá de esta escritura que parece que brota instintivamente de mi mano y se adosa en el papel, quién sabe si para siempre. Ojalá yo tuviera esa magia y pudiera hacer lo mismo y estacionarme para siempre en un lugar parecido, o considerable.

El vacío de mi conciencia ha enlazado con una reflexión que caprichosamente viene a mí en el vagón de los longevos mutismos de mis ya frecuentes ausencias. Pasa rápido de largo y leo mi propia preocupación, pero lo recito para mí, acopiado en mi atmósfera solitaria:

─“He llegado a convencerme de que no estoy en este mundo por voluntad propia. Fríamente, somos el resultado de una suma entre el deseo y el placer que disfrutaron otros. No obstante, y a fin de cuentas, tenemos que dar gracias a pesar de que seamos una consecuencia... Porque sin quererlo yo, nací. Como creo que todos nacemos”.

De ese modo vino a este mundo Ángela, o Débora, su madre, que siempre quiso que naciera un cuerpecito de nube de algodón para estrecharlo entre sus pálidas manos; yo me sumé a ese estremecimiento que nos abarcó por entero a los dos; a Débora y a mí, el día del alumbramiento de nuestra pequeña Ángela; mi rubita de ojos dulces del color de las castañas en otoño. Con el tiempo, supe que nuestra hija no fue suficiente para remendar nuestro amor.

Creo haber escrito estos últimos párrafos alguna vez, me encanta hacerlo, pero estoy seguro que las palabras danzaron de distinta forma, y los verbos que se me antojaron entonces fueron diferentes.

Aunque me niego a volver atrás. No me gusta recordar cosas de mi pasado, pero mi mente es caprichosa y me asalta en los momentos menos insospechados.

Y es que me acuerdo tanto de ella, de Débora, de mi primera y única esposa, que no pasan los días en los que alguna de las mujeres con las que me cruzo a diario por las calles, no me salpique algo que una vez descubrí en ella, mientras envejecíamos juntos, abrazados el uno al otro. Pero mis palabras no son del todo ciertas... porque aunque no me gusta comparar, ninguna se podrá igualar a Débora... ninguna.

Pero hay algo más. Algo con mucha más fuerza en mis recuerdos, que cuando bosteza en mi mente y se presenta frente a mis ojos, me debilita, y me hace temblar; es el rostro de mi pequeña Ángela, el fruto que brotó del amor de Débora y mío, mi hijita. Y es ella quien se aparece delante de mí y nubla la ciudad que se alza tras su evocada silueta; es su menuda y dulce sonrisa, precisamente, la que domina mi mano cuando escribo y se vierten mis frases por la emoción, y el vínculo entre mi mente y BIC se diluye, y con él, mis sentidos. Sin embargo, sé que esa circunstancia es la que me mantiene vivo. Entiendo que es una conjunción de sentimientos, me suele ocurrir a menudo, pero no puedo hacer nada por evitarlo. En ese momento, soy consciente del vacío que siento en mi interior, y la necesidad que me obliga a dejar de escribir hasta alcanzar una abertura lo suficientemente amplia para no empañar mi visión y estropearlo todo. Si no lo hiciera, nada de la elegante curvatura de las grafías añiles que deja en su senda BIC se parecería a una palabra, ni siquiera a algo legible. Y quiero que mi escritura sea bien legible, que quede constancia de lo que desea mi corazón y anhela mi alma.

Te quiero, Ángela. No sabes cuánto. Siempre te he querido... ¿Dónde estás, mi niña?...

Aún tengo fe de que ella lea todo esto que escribo, ya que es la personita que se sienta en mi conciencia, por la que abro los ojos y para la que encadeno vocales y consonantes y todo tome sentido. Ojalá el destino tenga benevolencia con mi niña, allá donde esté, y conmigo, allá donde quiera llevarme; pero por Dios... que nos junte, que nos junte pronto, ya que mi terquedad alimenta este cuerpo para no perder las fuerzas y el poco aliento que ya empieza a escasear en mis reservas para dar con ella. La busco más allá de mis recuerdos, de mis dudas, e incluso, entre la contrariedad que emborrona mi pasado.

Y sabed que es por ella, por la que deambulo entre las enmarañadas calles de esta ciudad, sin más armario que el pequeño maletín que parece adosado a mi mano derecha como un enorme detalle decorativo de mi piel; sin mayor cobijo que una pequeña Biblia de bolsillo para amenizar las gélidas inclemencias que presenta la intemperie, unos cuantos cartones y una manta que una vez cubrió el gozo de mi hogar, cuando se le podía llamar hogar.

Ay, me ha vuelto a ocurrir, y la misma pregunta me interrumpe... ¿Cómo es posible que todos mis pensamientos confluyan hacia mi pasado? No quiero pensarlo, pero soy juicioso con mis sentimientos y sé que estoy apresado por los momentos ya vividos, soy reo y celda de mí mismo, es una pasión inevitable.

Pero la realidad está ahí, y aunque trate de engañarme y camine mezclado entre personas, me siento solo; no importa, es una impresión que he llegado a asumir, sé que no le intereso a nadie. ¿Quién quiere saber cuánto sufre mi corazón, y cuán perdida está mi alma de mi cuerpo? ¿A quién le importa lo que a mí me pase y la verdadera razón por la que escribo? Nadie leerá ni uno, ni tres, ni cuatro, y siquiera volcar un interés sobre estos párrafos sabiendo de antemano que está escrito por un vagabundo. Nadie ahondará en unos textos recubiertos de melancolía que sólo definen mi desesperación y defienden la postura que he adoptado de vivir en la calle buscando a mi hija Ángela, por si una vez todo se dignara a cambiar.

Me es por tanto fácil de adivinar que las emociones que voy encontrando a cada instante alrededor de mí, son mías y sólo mías. Y sin embargo, aunque no ocurriera nada de lo que pienso y todas estas hojas se perdieran, me da igual, escribir me reconforta y de alguna manera me evade del mundo que chilla ahí fuera. Es un limbo espiritual que cierro para mí en el que me acompaña mi ferviente compañero BIC quien hace visible mi pensamiento. Nadie más puede entrar si yo no quiero. (continuará)


MiánRos (Quedan todos los derechos reservados sin el consentimiento del autor).


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