Prólogo: Las Mil Bocas del Mundo
Si un día despertaras barruntando tu muerte tras el próximo crepúsculo, ¿acudirías a su encuentro? Ella, Lanyamell, la joven inmortal Célica, sí lo hizo, atraída por el irrefrenable don al que están expuestos todos los seres humanos, y a los que ni siquiera las vendas negras del destino sobre ojos desnudos conseguirían detener: el amor. Pues como todo el mundo sabe, nadie es capaz de vivir para siempre.
Y ella lo sabía, la voluntad de los dioses difícilmente puede ser alterada, y aún más que nadie entendía, con ese don con el que había sido regada desde los amaneceres antiguos, que el ojo divino alcanza siempre a los hombres por mucho que éstos se quieran esconder. Y así, apoyada, aunque de puntillas, en aquel influjo de razonamiento, había emprendido viaje.
Aquel plenilunio, como repetidas noches anteriores, el elegante vuelo del Eskarkam ─híbrido legendario, reptil-ave─ se empuntaba sobrevolando las plateadas aguas del Océano Díscolo trasportando en su lomo a la mujer y a su amado hacia el lugar elegido.
Todo era dulce y sutil, pero de una similitud aplastante, tal como lo había presagiado Lanyamell. Y sin embargo lo temía, lo temía en silencio, llegando a reprimir sus emociones al volver a vivir aquella terrible premonición. Mas ni siquiera había sido capaz de revelar su temor a nadie, ni siquiera a él, y se preguntaba por qué no lo había hecho, por qué no había tenido el valor de revelárselo, al menos, para que estuviera preparado para lo que pudiera venir.
La luna llena se encontraba reproducida como en su sueño, por encima de las oscuras vertientes, como debía de ser, como debía de brillar, simplemente, como debía, pese a la obstinación de la joven Lanyamell porque aquello cambiase de alguna forma y manera. Pero no había modo de pararlo, porque ella sólo ansiaba estar junto a él, al lado de su amado, bajo aquel influjo que desprendía la bola blanca y límpida que refulgía ufana allá en lo alto con su vestido evanescente de blanco talle, como todas las noches, radiante entre las algodonadas nubes.
El viento también acudió a la cita, sabio y obediente, secuenciando el momento y la orden del destino, suave y primaveral, sacudiendo las aguas contra el precipicio de confusa imperfección para que todo estuviera dispuesto, para que nada fallase, para que aquel presentimiento de la joven de sangre célica se colmara sin fallo alguno... como en su premonición.
Diestramente el Eskarkam avistó el barranco, que se cortaba verticalmente a plomo en la zona suroeste de la Isla de Gavión, la mayor de las cinco islas que conformaban el archipiélago Anular de Almaranthya.
Cientos de cuevas se extendían por el desplegado acantilado, muchas de ellas creadas por los ejércitos de la naturaleza, otras, por los ejércitos del hombre. Un hombre que desde que se armó en barro y caminara por la superficie de la corteza elemental, avasalló sus rocosas entrañas en beneficio de sus propios intereses de guerras pasadas. Desde antaño, los hombres que dominaron el Latifundio Antiguo y lo sometieron a sus formas y caprichos introduciéndose en sus ocultos Imperios le pusieron nombre al anguloso abismo: Las Mil Bocas del Mundo, para recuerdo de postergadas especies erguidas sobre dos piernas.
Y era aquel el lugar escogido, donde una de las cuevas de las Mil Bocas del Mundo les esperaba.
El Eskarkam rastreó la zona planeando sobre los muros y las clamorosas olas del mar penetrando en el aire con majestuosidad, virajes perfectos que apenas ofrecían resistencia a pesar de su inmenso volumen.
El jinete que montaba gobernando la bestia era el príncipe Evhan Shar, hijo de Agrión el Esplendente y futuro heredero al trono de Almaranthya como único y legítimo en la descendencia de la sangre real. No obstante, era muy joven aún. Se decía que tenía dieciocho años pero ningún plebeyo fuera de las habladurías de la corte se atrevía a pronunciar tal sensatez. Agrión, el rey, fuera de toda especulación sobre la edad de su hijo, había procurado que fuera instruido inteligentemente en las complicadas ciencias del saber, como así lo requería un sangre real, ilustrado en las ciencias y la política por los más célebres sabios y maestros del Imperio. Asimismo, había sido entrenado para la guerra desde su niñez por los maestros de armas más codiciados de los reyes y pulido por decenas de preponderantes magos, fieles seguidores de su padre en el respetuoso culto a la magia, con todos los límpidos dones que ese místico y envolvente mundo conlleva. Sortilegios mágicos, trasformaciones, gracias curativas, tantas y tantas virtudes dentro de ese don especial del que los elabora, reversible todo ello, a pesar de todo. Como también había podido aprender Evhan Shar; el límite oscuro al que conducen los caminos paralelos de las energías mágicas; místicas y poderosas. Ambiguas, además de complicadas, en cierto modo, si no se tomaban las precauciones sobre el camino correcto a seguir.
Los esfuerzos de su padre bien habían valido la pena, pues Evhan Shar, inmaduro todavía, se había entremezclado desde bien pequeño habilidosamente en la política y los conflictos de su reino, e incluso yendo más allá, fuera de él y sus comarcas, donde se había ganado, a pesar de su inmadurez, un solemne puesto de honor entre los distinguidos miembros del consejo establecido para mayor orgullo de su padre el rey.
Sin duda, Agrión, el rey, había forjado una gran espada con la que defender y continuar su descendencia para el imperio almaranthyo. Pero la suerte de un pueblo, con tan sólo una espada en la que depositar sus esperanzas, era endeble, y el vulgo lo temía. “¿Para qué más?”, decía Agrión para tranquilizar a su gente en las reuniones, si el filo de la única espada heredera tenía una presencia descollada y sin parangón y una vez se enlazase a una doncella traería descendencia suficiente para serenidad del Imperio. Sin embargo, aquella apuesta de Agrión era peligrosa para la suerte de un pueblo, ya que la buena fe de los hombres desaparece de la noche a la mañana, moldeándose en las enfermizas mentes donde la codicia se satisface sola y sin avisar, pudiendo dilapidar los deseos del mismísimo rey.
No obstante, su hijo el príncipe lo tenía todo: fama, poder, inteligencia, compostura, todo ello recubierto con elegancia, reflejada en los perfiles de su apuesta figura, lo que le llevaba a ser anhelado por cientos de doncellas de clase noble y de las que no lo eran, de cualquiera de las comarcas, de cualquiera de los confines del Latifundio Antiguo, de todas, sin excepción. Todo lo que un sangre real podía reunir y de lo que sentirse orgulloso, lo tenía él, Evhan Shar, el único príncipe que podría heredar el cetro de Almaranthya, codiciado por muchos, soberanos o no. Pero toda esta jactanciosa pompa de brillantez que le rodeaba no se afinaba a la sencillez que habitaba en aquel cuerpo adolescente, transparente y sencillo, como cualquier otro muchacho de sangre humilde, con los defectos que eso implica en toda joven piel, repleta de imprudencia y de locura, cosida a su estructura con los hilos de la inexperiencia.
En Evhan, esa locura se había desatado en su interior y le había llevado sin frenos a enamorarse de una de las personas de las cuales no debía haberse enamorado, pero aquellos hilos, delicados y novatos le habían arrastrado a pecar, pues la ley vigente lo contemplaba. Él lo sabía de buena tinta, como máximo miembro del Pacto de los Cielos. Si bien aquel Pacto de los Cielos vetaba entre sus leyes la mezcla entre las razas. Su amada era célica, de linaje inmortal de otro tiempo. Él, a pesar de ser un sangre real, era un hombre, simple y llanamente mortal.
“Nada ni nadie podrá mezclarse ni ser mezclado bajo el cielo de los dioses. Todo mestizo vivirá absorto dentro de su mundo de agonía. No podrá detenerse ni dormir, pues si esto ocurriese y se atreviese a descansar y cerrar sus ojos, las afiladas dagas del Imperio como castigo, una vez dado caza al “pecado”, que no a los pecadores que concibieron tal ofensa al Reino, el “pecado” será sacrificado. Del mismo modo se imparte la ley para todo el pecador que sea descubierto”.
Era la rúbrica impuesta de la política en los imperios y sus tratados.
Evhan Shar en la silla del antiguo Eskarkam parecía endeble y frágil mientras dirigía las maniobras del vuelo. Pero no era así. Su fornida y entrenada anatomía se distinguía sin miedos en las alturas. Como su pardo pelo de larga melena bandeada al viento, resistiendo las acometidas del impetuoso planeo del animal arcano. Sus ojos, grandes y rasgados tenían el color de la miel, y su nariz, era refinada por encima de un despoblado bigote y una fina barba que llevaba siempre arreglada con mesura arropando unos labios de agradable sonrisa, escoltada por dos redondeadas orejas de piel oscura y unos dientes blancos, tan blancos como la más pura nieve que cae en el invierno. Todo ello consumaba un rostro fuerte y joven que rezumaba templanza por cada poro de su piel. Sus enérgicas manos, limpias de atuendo, agarraban con autoridad las riendas de la enorme criatura que obedecía fácilmente los arrojos de su amo.
En la complicada maniobra, Evhan, se manifestó atrevido, ante la arrebatadora luz de la noche. La bella empuñadura de Sârcodon, la “espada única”, que tan sólo un sangre real puede merecer y portar, centelleó arrogante acrecentando la figura del príncipe. La vestimenta utilizada era toda oscura, elegida a conciencia por él mismo para que su estampa se disimulara como una sombra entre las sombras en medio de la noche.
Detrás del vigoroso joven montaba ella, Lanyamell. Se la veía joven y hermosa, pero no únicamente hermosa por sus rasgos y sus pulimentadas formas mostrando con ello la perfección a la que puede llegar un ser humano en la apariencia estilizada de mujer, sino hermosa en su indescriptible condición divina defendida por aquel cuerpo mágico, brillante y claro en la luminaria de la noche. Su pelo rubio brincaba y retozaba con el empuje del mensajero intocable del mundo. Sólo él, el viento, se atrevía sin pudor a peinar semejante melena, suave como diente de león. Estaba coronada por una fina diadema de centelleantes jades de colores, casi inapreciable entre la juguetona cascada dorada de su melena. Sus ojos eran verdes e intensos y tenía en ellos una mirada amplia bajo unas cejas áridas, delineadas sobre una piel tersa y blanca como la luna en noche despejada. Una sonrisa de distinguidos labios se entregaba fácil bajo la graciosa nariz respingona que agraciaba su perfil, con ella inspiraba hacia su fortaleza interior todo el impulso natural de la vida. Lucía un vestido largo de color azulenco con anchos bordados en los costados de matices ígneos, y un cinto de triple trenza que coincidían en una gran hebilla con un alegórico símbolo central en su relieve. Era el emblema de su comunidad célica; tres gotas de agua que centelleaban con insistencia en el centro de su ser.
Lanyamell, la llamaba él, entre susurros y risas siempre en su boca. Ella le atesoraba con fuerza callando para sí su desdicha. Sin embargo no se atrevía a desvelar su presentimiento, aferrándose a él cada vez más fuerte para que el destino pasara de largo y al descuido de la noche se olvidase de los dos.
Se dirigían ahora hacia poniente en vuelo plano sobre el agua, salpicados sus radiantes cuerpos en cada empentón que el animal acometía con su vientre por encima de las intranquilas olas. Disfrutaban de un armónico vuelo, ajenos a los ojos de los animales nocturnos y de las miradas de los hombres que se escondían aquella noche en las profundas cuevas del abismo. Perversas y diabólicas eran las miradas que escudriñaban desde la oscuridad las vertiginosas maniobras del vetusto Eskarkam, relamiéndose ante el cercano olor de la muerte.
Pronto, el Eskarkam empezó a volar en círculos sobre el enmarañado acantilado de la gran isla. Un meritorio descenso los acercó a los pies de una de las grutas. Las portentosas garras del enorme volador aferraron las rocas. Aflojó su batir de alas hasta plegarlas y detener su impulso junto a la desembocadura de la caverna al pie del doliente abismo. La maniobra había finalizado.
Desmontaron mientras Evhan oteaba el horizonte, receloso de miradas delatoras. Pronto, el sigiloso muchacho, y una vez acabado el reconocimiento, tomó con delicadeza el brazo de su amada Lanyamell y encaminaron sus pasos hacia el interior de la cueva donde las grandes fauces de la negrura los engulló finalmente. El atrevido Eskarkam quedó erguido y silencioso delante de la caverna, como guardián de su amo y de la dama célica.
─El cortejo se viene repitiendo cada vez con más asiduidad, y siempre se ocultan ahí, en Típula, una de las grutas más pequeñas del archipiélago ─dijo una voz vibrante inmersa en las profundidades de una oscura grieta, al mismo tiempo que señalaba en el horizonte el lugar donde el imponente Eskarkam montaba guardia en el acantilado.
─Indudablemente es él. Evhan, el príncipe ─atestiguó una segunda voz, redomada y embutida a su vez en una capucha oscura, más aún que la negruzca bóveda de piedras donde se encontraban sumergidos los dos seres.
Fue entonces, nunca antes, cuando el hombre encapuchado observó silenciosamente a lo lejos sobre el escarpado, a la derecha de su ángulo de visión corroborando su sospecha como él mismo y, deliberadamente, había requerido. Estaban allí, ocultos. Eran tres humanos que arriesgaban sus cuerpos en el peligroso terreno, esperando a lo largo de una escalinata natural en el rocoso precipicio. Y todo para hacer valer un miserable y corrompido deseo. Uno de ellos era alto y espigado como un independiente ciprés que hubiera crecido entre las arriesgadas piedras del barranco, de cabello largo y crespo, de pronta mirada y más prontos actos. Los otros dos furtivos, a pesar de la lejanía, aparentaban escasa altura, aunque anchos y fornidos como los viejos chaparros, lentos pero precisos como podría llegar a ser la más dura de las torturas. Los tres mantenían guardia con sus arcos acordados, descansando su flexible perfil en sus vastas manos. En cada una de las secretas espaldas reposaba un carcaj con flechas de “Muerte”. Unas flechas de “Muerte” cuyo vértice estaba trabajado con puro granito pulido, mezclado con incrustaciones de diamantes de los alcores de Punta Negra, fraguada con el más temible de los venenos y empenachadas a modo exquisito en el extremo opuesto con plumas de ánsar salvaje. Un arma urdida en las mismas llamas del infierno para exterminar la vida de cualquier criatura mortal e inmortal, penetrable e impenetrable que se pusiera a su alcance.
Los misteriosos hombres permanecieron expectantes. La luna fue progresando hacia el oeste perfilando las pequeñas nubes imponiendo un tapiz de ensueño en la bóveda del cielo. Un tapiz que puede trasportar a dos mundos diferentes dependiendo del estado y la situación de la mente que lo contemple. Aquel cielo, trasparente y primaveral podía evocar a Evhan y a su amada Lanyamell a la tranquilidad y la belleza inconmensurable de una noche de pasión sin frenos. Sin embargo, para los hombres ocultos, aquel cielo no era más que una simple y enmarañada cúpula de nubes que les trasmitía todo lo contrario. Un escenario terrorífico y tenebroso de perfecta luz noctámbula, de vaporoso misterio, como el que suele atraer a las mentes retorcidas bajo aquel influjo de aquella silenciosa luna. Una Luna que sería testigo presencial de aquel villano acto que estaba a punto de producirse.
No obstante, las sombras de la noche para bien o para mal crecieron en el acantilado, ocultando el profundo lecho de piedras que custodiaba la primitiva bestia; criatura divina o diabólica, allá cada cual y su reservada opinión al contemplarla.
El tiempo se movía y la noche avanzó del mismo modo que el destino imaginado por Lanyamell. A la desidia de la espera se le unió el compás de las olas, empenachadas de espuma, rompiendo sin descanso contra la vertiente y levantando el olor a salitre, fuerte y húmedo, llegando a los sombríos rostros que vigilaban en silencio.
El repentino movimiento del Eskarkam girándose hacia la negra boca de la cueva alertó las miradas de los furtivos. Si la Luna se hubiera desplomado sobre las aguas en ese mismo instante ninguno de los ocultos se hubiera percatado. Sus ojos, clavados como puntas de acero en el híbrido-antiguo, apuntalaban cada uno de sus movimientos con sus brillantes pupilas. Por fin, detrás del inquebrantable animal aparecieron los dos jóvenes cogidos de la mano. Se mostraron felices a la tibia luz; sonrisas renovadas alimentadas con delirio. Entre abrazos y zalamerías se acercaron a la criatura voladora que ya inclinaba dócilmente su cuerpo, amaestrada de forma sublime por los instructores de ejército alado; Evhan Shar y Lanyamell escalaron hasta su lomo.
Fue entonces cuando el oscuro ser de la capucha se volvió a mover en la oscuridad de la gruta donde enterraba su forma. Miró sobre su hombro apretando su ira contra sí y proyectándola sobre los dos jóvenes que a lo lejos se apresuraban a acomodarse en el bravo Eskarkam.
─Es ella ─resopló a su vez con fuerza. Como lo haría una fiera a punto de embestir resentida por alguna cornada─. Es la joven inmortal de la que tanto hablan ─añadió con un ardor que parecía carcomerle las entrañas. En ningún momento apartó el tono áspero de su boca.
Enseguida, giró su rostro advirtiendo a su lado al hombre alto que le escoltaba; el mismo que le había conducido hasta el recóndito lugar para confirmar el murmullo que se repetía en las ciudades y aldeas sobre el idilio de los dos ilustres jóvenes. Un rumor que había crecido en los últimos meses y se esparcía rápido como el fuego que carboniza el bosque un día de viento.
Enterrado bajo la caperuza bufó de rabia, y esta vez su voz surgió ardiente y sucia a la vez. Su decisión embaucó los perfiles oscuros de aquella cueva como si ese murmullo hubiera nacido de otro ser tenebroso que habitara en la negra profundidad de su vestimenta. Sin embargo, la voz llegó clara y concisa a los oídos del gigantesco cuerpo de voz vibrante que le flanqueaba. Éste asintió, se volvió hacia su costado derecho y posicionó una de sus manos contra su boca como para dirigir la voz. Ululó al aire. La señal sonó como el canto de un mochuelo en la noche. La orden llegó nítida a las tres figuras camufladas no muy lejos de allí. Tomaron posiciones, cargaron en los arcos las flechas de Muerte y esperaron una nueva orden.
El Eskarkam abrió sus espléndidas alas, plumosas como las de un águila, aunque estas eran inabarcables entre ocho o diez hombres que se juntaran a su alrededor. De la vieja escuadra de Eskarkams de las tropas de Almaranthya, Macrodonte, como así llamaban al animal alado desde que saliera del huevo, era de los más viejos. Se decía que superaba ya los quinientos años. De ahí su portentoso tamaño, mas no paraban de crecer, decían también. Los dos jóvenes eran simples fardos en el lomo del animal como dos minúsculas jorobas.
Evhan, bien aferrado a la silla, volvió a coger las riendas dejando a Lanyamell como acostumbraba en la parte posterior de la larga silla. Macrodonte, sin coger apenas impulso, sacudió sus alas y se lanzó al vacío del negro acantilado. Estiró sus alones justo un instante antes de topar contra las enfurecidas aguas, remontando el vuelo vertiginosamente. Las carcajadas y el júbilo de los dos jóvenes rebotaron en el precipicio con una respuesta eficiente del eco.
Viraron muy cerca del acantilado, motivo que les llevó de nuevo a encoger el aliento al pasar arañando el desfiladero. Lanyamell se agarraba con fuerza a su amado en las complicadas maniobras, pese a sentirse segura junto a su joven príncipe.
De repente, el nuevo giro del híbrido-vetusto les posicionó a una buena distancia de tiro. Las lianas de los arcos crujieron en algún lugar de la penumbra. Estaban a punto de entrar de lleno en la trampa. Los cazadores mantuvieron la respiración, acribillando con la mirada la presa.
Un golpe de viento sopló bamboleando las hierbas altas y matorrales de los riscos. Cuando éste cedió, la esperada orden llegó. Tras ella, tres flechas zumbaron en la noche, renegreando fugaces a la luz de la luna.
Una encontró el largo cuello del Eskarkam, que bramó amargamente al contacto con el acero y su veneno interrumpiendo su vuelo. El torpe golpeteo de las alas confirmó el disparo. La carne vomitó la sangre brillante al exterior como manantial de plata. Otra punta de Muerte encontró el pecho del joven. Evhan apenas chilló. No obstante, su sonrisa se escondió de golpe, sus ojos vagaron sin rumbo quedando a merced del impacto. Cien lunas aparecieron frente a sus ojos. Se vio morir. Su mano derecha aferró con ardor la herida. Rígido y apenas sin respiración apretó trabando la convulsión que había formado la flecha intentando detener el cauce de sangre. Fue inútil, su mano se encharcó al igual que su ropaje. Valeroso el joven, aún sabiendo del mortal disparo, no soltó la brida del animal valiéndose de su otra mano. La tercera y última flecha había quebrantado el costado de la muchacha, que respingó con un lamento seco como tragándose su propio gemido e intentó mantenerse erguida sin caer. Aquella visión se había vuelto a producir, pero esta vez, aquello no era una perspectiva supuesta. Pobre Lanyamell, ni siquiera su don la había podido salvar. El destino, amargamente, había alcanzado su presa.
La estampa del animal alado se remolinó fieramente cayendo al abismo sin poder recuperarse.
Tres nuevas flechas fueron disparadas antes de que los cuerpos se perdieran entre las oscuras aguas y el abismo de las Mil Bocas del Mundo. Las tres volvieron a encontrar su objetivo en el lance.
El encapuchado, pétreo como el suelo que sostenía su concentrada estructura, certificó la caída de los dos jóvenes y de su apreciada criatura antigua. Fue entonces cuando bajó el rostro, gruñó de rabia contra el suelo, y con los mismos fríos movimientos que había desplegado durante la noche, reparó de nuevo en el ser alto y enigmático que permanecía de igual modo junto a él, imperturbable en las tinieblas. Le entregó un saquito que chinchineaba repleto de monedas y un pergamino, al tiempo que le barboteaba:
─ ¡Tomad!, lo acordado ─espetó.
El desgarbado hombre se giró arrogante para cobrar el trabajo. Su extraño perfil se consumó a la luz de la luna; sobre sus cejas, unas sombras se sacudieron amenazantes. Extendió su brazo y cobró su cuenta. Desanudó hábil el papiro y gesticuló irónico y agradecido al comprobar el escrito. Enseguida valoró el peso y el volumen del oscuro saco bajo el sonido de las monedas, lo escondió al igual que el papiro entre sus ropas y se volvió hacia el vertiginoso barranco donde ululó al aire nuevamente. Los tres arqueros, ocultos, entendieron que el trabajo había sido cobrado.
El encapuchado dio una última orden:
─Recoged los cuerpos y llevadlos a la Torre de Melolonta ─decretó─. Allí, sin el estorbo de ojos molestos serán sepultados en secreto. El Eskarkam quemadlo y destruid todo vestigio. Nada debe prevalecer de esta noche.
Aquel ácido gruñido final, dictado desde la entraña del ancho caperuzón, se dejó sentir en la concavidad de la cueva como un desgarro de las rocas. Antes de precipitarse a la oscuridad, se giró hacia las sombras maldiciendo la noche. Finalmente, su figura fue devorada por la tremenda boca de las tinieblas.
* * * * * * * * * *
La aciaga noche del joven príncipe y de su amada llegó a conmocionar a los hombres, y la desgracia se esparció rauda en las pláticas de ciudades y aldeas. Y durante los inmediatos años que acaecieron después del incidente, no hubo casa, tienda o posada que no relatase el amargo final de Evhan y la bella Lanyamell. Y fue un diálogo, siempre triste, de suspiros y añoranza.
De ese modo, escaló montañas, atravesó los amplios páramos y se impregnó en las casas, y no como una historia más contada por el hombre, de verdugos y princesas, sino que había crecido su leyenda, envuelta en un aura brillante y mágica Y se narró y cantó entre mayores y pequeños a la vera del calor del hogar. Y así perduró a los días y traspasó las fronteras por siempre.
¿Imposición? ¿Envidia? ¿Venganza? Toda pregunta quedó turbia y sin respuesta en el Latifundio Antiguo. Pero si alguien se valió de la ley impuesta prohibiendo las mezcolanzas en los reinos queriendo acallar ese romance imposible, se equivocó. Con el paso de los años el corazón de los hombres se enraizó y se hizo uno, y no hubo nadie que no maldijese a las sombras asesinas.
E igualmente escrito en la historia quedó, a los pies del gran túmulo de piedra bruñida, hecho levantar por su padre, Agrión el Esplendente, rey de Almaranthya, en la Isla de Gavión en memoria a su hijo y a la joven célica. Un catafalco que sería siempre centinela de la gruta de Típula, la gruta sagrada desde entonces. En su base de mármol blanco, el recuerdo tallado de aquella noche vela en silencio:
“Entre los apéndices de Las Mil Bocas del Mundo y el gran e Infinito Cielo descansen: el príncipe Evhan Shar, hijo de Agrión el Esplendente, heredero noble, y Lanyamell Dê Ere´nea, la bella flor prohibida, del Templo de Arpiúm. Eximan sus almas en paz. Al Cielo Abierto entre los dioses.”
¿Castigo? ¿Crimen? El paso del tiempo como juez, tendría la última palabra: entrar en La Leyenda de Almaranthya.
Si un día despertaras barruntando tu muerte tras el próximo crepúsculo, ¿acudirías a su encuentro? Ella, Lanyamell, la joven inmortal Célica, sí lo hizo, atraída por el irrefrenable don al que están expuestos todos los seres humanos, y a los que ni siquiera las vendas negras del destino sobre ojos desnudos conseguirían detener: el amor. Pues como todo el mundo sabe, nadie es capaz de vivir para siempre.
Y ella lo sabía, la voluntad de los dioses difícilmente puede ser alterada, y aún más que nadie entendía, con ese don con el que había sido regada desde los amaneceres antiguos, que el ojo divino alcanza siempre a los hombres por mucho que éstos se quieran esconder. Y así, apoyada, aunque de puntillas, en aquel influjo de razonamiento, había emprendido viaje.
Aquel plenilunio, como repetidas noches anteriores, el elegante vuelo del Eskarkam ─híbrido legendario, reptil-ave─ se empuntaba sobrevolando las plateadas aguas del Océano Díscolo trasportando en su lomo a la mujer y a su amado hacia el lugar elegido.
Todo era dulce y sutil, pero de una similitud aplastante, tal como lo había presagiado Lanyamell. Y sin embargo lo temía, lo temía en silencio, llegando a reprimir sus emociones al volver a vivir aquella terrible premonición. Mas ni siquiera había sido capaz de revelar su temor a nadie, ni siquiera a él, y se preguntaba por qué no lo había hecho, por qué no había tenido el valor de revelárselo, al menos, para que estuviera preparado para lo que pudiera venir.
La luna llena se encontraba reproducida como en su sueño, por encima de las oscuras vertientes, como debía de ser, como debía de brillar, simplemente, como debía, pese a la obstinación de la joven Lanyamell porque aquello cambiase de alguna forma y manera. Pero no había modo de pararlo, porque ella sólo ansiaba estar junto a él, al lado de su amado, bajo aquel influjo que desprendía la bola blanca y límpida que refulgía ufana allá en lo alto con su vestido evanescente de blanco talle, como todas las noches, radiante entre las algodonadas nubes.
El viento también acudió a la cita, sabio y obediente, secuenciando el momento y la orden del destino, suave y primaveral, sacudiendo las aguas contra el precipicio de confusa imperfección para que todo estuviera dispuesto, para que nada fallase, para que aquel presentimiento de la joven de sangre célica se colmara sin fallo alguno... como en su premonición.
Diestramente el Eskarkam avistó el barranco, que se cortaba verticalmente a plomo en la zona suroeste de la Isla de Gavión, la mayor de las cinco islas que conformaban el archipiélago Anular de Almaranthya.
Cientos de cuevas se extendían por el desplegado acantilado, muchas de ellas creadas por los ejércitos de la naturaleza, otras, por los ejércitos del hombre. Un hombre que desde que se armó en barro y caminara por la superficie de la corteza elemental, avasalló sus rocosas entrañas en beneficio de sus propios intereses de guerras pasadas. Desde antaño, los hombres que dominaron el Latifundio Antiguo y lo sometieron a sus formas y caprichos introduciéndose en sus ocultos Imperios le pusieron nombre al anguloso abismo: Las Mil Bocas del Mundo, para recuerdo de postergadas especies erguidas sobre dos piernas.
Y era aquel el lugar escogido, donde una de las cuevas de las Mil Bocas del Mundo les esperaba.
El Eskarkam rastreó la zona planeando sobre los muros y las clamorosas olas del mar penetrando en el aire con majestuosidad, virajes perfectos que apenas ofrecían resistencia a pesar de su inmenso volumen.
El jinete que montaba gobernando la bestia era el príncipe Evhan Shar, hijo de Agrión el Esplendente y futuro heredero al trono de Almaranthya como único y legítimo en la descendencia de la sangre real. No obstante, era muy joven aún. Se decía que tenía dieciocho años pero ningún plebeyo fuera de las habladurías de la corte se atrevía a pronunciar tal sensatez. Agrión, el rey, fuera de toda especulación sobre la edad de su hijo, había procurado que fuera instruido inteligentemente en las complicadas ciencias del saber, como así lo requería un sangre real, ilustrado en las ciencias y la política por los más célebres sabios y maestros del Imperio. Asimismo, había sido entrenado para la guerra desde su niñez por los maestros de armas más codiciados de los reyes y pulido por decenas de preponderantes magos, fieles seguidores de su padre en el respetuoso culto a la magia, con todos los límpidos dones que ese místico y envolvente mundo conlleva. Sortilegios mágicos, trasformaciones, gracias curativas, tantas y tantas virtudes dentro de ese don especial del que los elabora, reversible todo ello, a pesar de todo. Como también había podido aprender Evhan Shar; el límite oscuro al que conducen los caminos paralelos de las energías mágicas; místicas y poderosas. Ambiguas, además de complicadas, en cierto modo, si no se tomaban las precauciones sobre el camino correcto a seguir.
Los esfuerzos de su padre bien habían valido la pena, pues Evhan Shar, inmaduro todavía, se había entremezclado desde bien pequeño habilidosamente en la política y los conflictos de su reino, e incluso yendo más allá, fuera de él y sus comarcas, donde se había ganado, a pesar de su inmadurez, un solemne puesto de honor entre los distinguidos miembros del consejo establecido para mayor orgullo de su padre el rey.
Sin duda, Agrión, el rey, había forjado una gran espada con la que defender y continuar su descendencia para el imperio almaranthyo. Pero la suerte de un pueblo, con tan sólo una espada en la que depositar sus esperanzas, era endeble, y el vulgo lo temía. “¿Para qué más?”, decía Agrión para tranquilizar a su gente en las reuniones, si el filo de la única espada heredera tenía una presencia descollada y sin parangón y una vez se enlazase a una doncella traería descendencia suficiente para serenidad del Imperio. Sin embargo, aquella apuesta de Agrión era peligrosa para la suerte de un pueblo, ya que la buena fe de los hombres desaparece de la noche a la mañana, moldeándose en las enfermizas mentes donde la codicia se satisface sola y sin avisar, pudiendo dilapidar los deseos del mismísimo rey.
No obstante, su hijo el príncipe lo tenía todo: fama, poder, inteligencia, compostura, todo ello recubierto con elegancia, reflejada en los perfiles de su apuesta figura, lo que le llevaba a ser anhelado por cientos de doncellas de clase noble y de las que no lo eran, de cualquiera de las comarcas, de cualquiera de los confines del Latifundio Antiguo, de todas, sin excepción. Todo lo que un sangre real podía reunir y de lo que sentirse orgulloso, lo tenía él, Evhan Shar, el único príncipe que podría heredar el cetro de Almaranthya, codiciado por muchos, soberanos o no. Pero toda esta jactanciosa pompa de brillantez que le rodeaba no se afinaba a la sencillez que habitaba en aquel cuerpo adolescente, transparente y sencillo, como cualquier otro muchacho de sangre humilde, con los defectos que eso implica en toda joven piel, repleta de imprudencia y de locura, cosida a su estructura con los hilos de la inexperiencia.
En Evhan, esa locura se había desatado en su interior y le había llevado sin frenos a enamorarse de una de las personas de las cuales no debía haberse enamorado, pero aquellos hilos, delicados y novatos le habían arrastrado a pecar, pues la ley vigente lo contemplaba. Él lo sabía de buena tinta, como máximo miembro del Pacto de los Cielos. Si bien aquel Pacto de los Cielos vetaba entre sus leyes la mezcla entre las razas. Su amada era célica, de linaje inmortal de otro tiempo. Él, a pesar de ser un sangre real, era un hombre, simple y llanamente mortal.
“Nada ni nadie podrá mezclarse ni ser mezclado bajo el cielo de los dioses. Todo mestizo vivirá absorto dentro de su mundo de agonía. No podrá detenerse ni dormir, pues si esto ocurriese y se atreviese a descansar y cerrar sus ojos, las afiladas dagas del Imperio como castigo, una vez dado caza al “pecado”, que no a los pecadores que concibieron tal ofensa al Reino, el “pecado” será sacrificado. Del mismo modo se imparte la ley para todo el pecador que sea descubierto”.
Era la rúbrica impuesta de la política en los imperios y sus tratados.
Evhan Shar en la silla del antiguo Eskarkam parecía endeble y frágil mientras dirigía las maniobras del vuelo. Pero no era así. Su fornida y entrenada anatomía se distinguía sin miedos en las alturas. Como su pardo pelo de larga melena bandeada al viento, resistiendo las acometidas del impetuoso planeo del animal arcano. Sus ojos, grandes y rasgados tenían el color de la miel, y su nariz, era refinada por encima de un despoblado bigote y una fina barba que llevaba siempre arreglada con mesura arropando unos labios de agradable sonrisa, escoltada por dos redondeadas orejas de piel oscura y unos dientes blancos, tan blancos como la más pura nieve que cae en el invierno. Todo ello consumaba un rostro fuerte y joven que rezumaba templanza por cada poro de su piel. Sus enérgicas manos, limpias de atuendo, agarraban con autoridad las riendas de la enorme criatura que obedecía fácilmente los arrojos de su amo.
En la complicada maniobra, Evhan, se manifestó atrevido, ante la arrebatadora luz de la noche. La bella empuñadura de Sârcodon, la “espada única”, que tan sólo un sangre real puede merecer y portar, centelleó arrogante acrecentando la figura del príncipe. La vestimenta utilizada era toda oscura, elegida a conciencia por él mismo para que su estampa se disimulara como una sombra entre las sombras en medio de la noche.
Detrás del vigoroso joven montaba ella, Lanyamell. Se la veía joven y hermosa, pero no únicamente hermosa por sus rasgos y sus pulimentadas formas mostrando con ello la perfección a la que puede llegar un ser humano en la apariencia estilizada de mujer, sino hermosa en su indescriptible condición divina defendida por aquel cuerpo mágico, brillante y claro en la luminaria de la noche. Su pelo rubio brincaba y retozaba con el empuje del mensajero intocable del mundo. Sólo él, el viento, se atrevía sin pudor a peinar semejante melena, suave como diente de león. Estaba coronada por una fina diadema de centelleantes jades de colores, casi inapreciable entre la juguetona cascada dorada de su melena. Sus ojos eran verdes e intensos y tenía en ellos una mirada amplia bajo unas cejas áridas, delineadas sobre una piel tersa y blanca como la luna en noche despejada. Una sonrisa de distinguidos labios se entregaba fácil bajo la graciosa nariz respingona que agraciaba su perfil, con ella inspiraba hacia su fortaleza interior todo el impulso natural de la vida. Lucía un vestido largo de color azulenco con anchos bordados en los costados de matices ígneos, y un cinto de triple trenza que coincidían en una gran hebilla con un alegórico símbolo central en su relieve. Era el emblema de su comunidad célica; tres gotas de agua que centelleaban con insistencia en el centro de su ser.
Lanyamell, la llamaba él, entre susurros y risas siempre en su boca. Ella le atesoraba con fuerza callando para sí su desdicha. Sin embargo no se atrevía a desvelar su presentimiento, aferrándose a él cada vez más fuerte para que el destino pasara de largo y al descuido de la noche se olvidase de los dos.
Se dirigían ahora hacia poniente en vuelo plano sobre el agua, salpicados sus radiantes cuerpos en cada empentón que el animal acometía con su vientre por encima de las intranquilas olas. Disfrutaban de un armónico vuelo, ajenos a los ojos de los animales nocturnos y de las miradas de los hombres que se escondían aquella noche en las profundas cuevas del abismo. Perversas y diabólicas eran las miradas que escudriñaban desde la oscuridad las vertiginosas maniobras del vetusto Eskarkam, relamiéndose ante el cercano olor de la muerte.
Pronto, el Eskarkam empezó a volar en círculos sobre el enmarañado acantilado de la gran isla. Un meritorio descenso los acercó a los pies de una de las grutas. Las portentosas garras del enorme volador aferraron las rocas. Aflojó su batir de alas hasta plegarlas y detener su impulso junto a la desembocadura de la caverna al pie del doliente abismo. La maniobra había finalizado.
Desmontaron mientras Evhan oteaba el horizonte, receloso de miradas delatoras. Pronto, el sigiloso muchacho, y una vez acabado el reconocimiento, tomó con delicadeza el brazo de su amada Lanyamell y encaminaron sus pasos hacia el interior de la cueva donde las grandes fauces de la negrura los engulló finalmente. El atrevido Eskarkam quedó erguido y silencioso delante de la caverna, como guardián de su amo y de la dama célica.
─El cortejo se viene repitiendo cada vez con más asiduidad, y siempre se ocultan ahí, en Típula, una de las grutas más pequeñas del archipiélago ─dijo una voz vibrante inmersa en las profundidades de una oscura grieta, al mismo tiempo que señalaba en el horizonte el lugar donde el imponente Eskarkam montaba guardia en el acantilado.
─Indudablemente es él. Evhan, el príncipe ─atestiguó una segunda voz, redomada y embutida a su vez en una capucha oscura, más aún que la negruzca bóveda de piedras donde se encontraban sumergidos los dos seres.
Fue entonces, nunca antes, cuando el hombre encapuchado observó silenciosamente a lo lejos sobre el escarpado, a la derecha de su ángulo de visión corroborando su sospecha como él mismo y, deliberadamente, había requerido. Estaban allí, ocultos. Eran tres humanos que arriesgaban sus cuerpos en el peligroso terreno, esperando a lo largo de una escalinata natural en el rocoso precipicio. Y todo para hacer valer un miserable y corrompido deseo. Uno de ellos era alto y espigado como un independiente ciprés que hubiera crecido entre las arriesgadas piedras del barranco, de cabello largo y crespo, de pronta mirada y más prontos actos. Los otros dos furtivos, a pesar de la lejanía, aparentaban escasa altura, aunque anchos y fornidos como los viejos chaparros, lentos pero precisos como podría llegar a ser la más dura de las torturas. Los tres mantenían guardia con sus arcos acordados, descansando su flexible perfil en sus vastas manos. En cada una de las secretas espaldas reposaba un carcaj con flechas de “Muerte”. Unas flechas de “Muerte” cuyo vértice estaba trabajado con puro granito pulido, mezclado con incrustaciones de diamantes de los alcores de Punta Negra, fraguada con el más temible de los venenos y empenachadas a modo exquisito en el extremo opuesto con plumas de ánsar salvaje. Un arma urdida en las mismas llamas del infierno para exterminar la vida de cualquier criatura mortal e inmortal, penetrable e impenetrable que se pusiera a su alcance.
Los misteriosos hombres permanecieron expectantes. La luna fue progresando hacia el oeste perfilando las pequeñas nubes imponiendo un tapiz de ensueño en la bóveda del cielo. Un tapiz que puede trasportar a dos mundos diferentes dependiendo del estado y la situación de la mente que lo contemple. Aquel cielo, trasparente y primaveral podía evocar a Evhan y a su amada Lanyamell a la tranquilidad y la belleza inconmensurable de una noche de pasión sin frenos. Sin embargo, para los hombres ocultos, aquel cielo no era más que una simple y enmarañada cúpula de nubes que les trasmitía todo lo contrario. Un escenario terrorífico y tenebroso de perfecta luz noctámbula, de vaporoso misterio, como el que suele atraer a las mentes retorcidas bajo aquel influjo de aquella silenciosa luna. Una Luna que sería testigo presencial de aquel villano acto que estaba a punto de producirse.
No obstante, las sombras de la noche para bien o para mal crecieron en el acantilado, ocultando el profundo lecho de piedras que custodiaba la primitiva bestia; criatura divina o diabólica, allá cada cual y su reservada opinión al contemplarla.
El tiempo se movía y la noche avanzó del mismo modo que el destino imaginado por Lanyamell. A la desidia de la espera se le unió el compás de las olas, empenachadas de espuma, rompiendo sin descanso contra la vertiente y levantando el olor a salitre, fuerte y húmedo, llegando a los sombríos rostros que vigilaban en silencio.
El repentino movimiento del Eskarkam girándose hacia la negra boca de la cueva alertó las miradas de los furtivos. Si la Luna se hubiera desplomado sobre las aguas en ese mismo instante ninguno de los ocultos se hubiera percatado. Sus ojos, clavados como puntas de acero en el híbrido-antiguo, apuntalaban cada uno de sus movimientos con sus brillantes pupilas. Por fin, detrás del inquebrantable animal aparecieron los dos jóvenes cogidos de la mano. Se mostraron felices a la tibia luz; sonrisas renovadas alimentadas con delirio. Entre abrazos y zalamerías se acercaron a la criatura voladora que ya inclinaba dócilmente su cuerpo, amaestrada de forma sublime por los instructores de ejército alado; Evhan Shar y Lanyamell escalaron hasta su lomo.
Fue entonces cuando el oscuro ser de la capucha se volvió a mover en la oscuridad de la gruta donde enterraba su forma. Miró sobre su hombro apretando su ira contra sí y proyectándola sobre los dos jóvenes que a lo lejos se apresuraban a acomodarse en el bravo Eskarkam.
─Es ella ─resopló a su vez con fuerza. Como lo haría una fiera a punto de embestir resentida por alguna cornada─. Es la joven inmortal de la que tanto hablan ─añadió con un ardor que parecía carcomerle las entrañas. En ningún momento apartó el tono áspero de su boca.
Enseguida, giró su rostro advirtiendo a su lado al hombre alto que le escoltaba; el mismo que le había conducido hasta el recóndito lugar para confirmar el murmullo que se repetía en las ciudades y aldeas sobre el idilio de los dos ilustres jóvenes. Un rumor que había crecido en los últimos meses y se esparcía rápido como el fuego que carboniza el bosque un día de viento.
Enterrado bajo la caperuza bufó de rabia, y esta vez su voz surgió ardiente y sucia a la vez. Su decisión embaucó los perfiles oscuros de aquella cueva como si ese murmullo hubiera nacido de otro ser tenebroso que habitara en la negra profundidad de su vestimenta. Sin embargo, la voz llegó clara y concisa a los oídos del gigantesco cuerpo de voz vibrante que le flanqueaba. Éste asintió, se volvió hacia su costado derecho y posicionó una de sus manos contra su boca como para dirigir la voz. Ululó al aire. La señal sonó como el canto de un mochuelo en la noche. La orden llegó nítida a las tres figuras camufladas no muy lejos de allí. Tomaron posiciones, cargaron en los arcos las flechas de Muerte y esperaron una nueva orden.
El Eskarkam abrió sus espléndidas alas, plumosas como las de un águila, aunque estas eran inabarcables entre ocho o diez hombres que se juntaran a su alrededor. De la vieja escuadra de Eskarkams de las tropas de Almaranthya, Macrodonte, como así llamaban al animal alado desde que saliera del huevo, era de los más viejos. Se decía que superaba ya los quinientos años. De ahí su portentoso tamaño, mas no paraban de crecer, decían también. Los dos jóvenes eran simples fardos en el lomo del animal como dos minúsculas jorobas.
Evhan, bien aferrado a la silla, volvió a coger las riendas dejando a Lanyamell como acostumbraba en la parte posterior de la larga silla. Macrodonte, sin coger apenas impulso, sacudió sus alas y se lanzó al vacío del negro acantilado. Estiró sus alones justo un instante antes de topar contra las enfurecidas aguas, remontando el vuelo vertiginosamente. Las carcajadas y el júbilo de los dos jóvenes rebotaron en el precipicio con una respuesta eficiente del eco.
Viraron muy cerca del acantilado, motivo que les llevó de nuevo a encoger el aliento al pasar arañando el desfiladero. Lanyamell se agarraba con fuerza a su amado en las complicadas maniobras, pese a sentirse segura junto a su joven príncipe.
De repente, el nuevo giro del híbrido-vetusto les posicionó a una buena distancia de tiro. Las lianas de los arcos crujieron en algún lugar de la penumbra. Estaban a punto de entrar de lleno en la trampa. Los cazadores mantuvieron la respiración, acribillando con la mirada la presa.
Un golpe de viento sopló bamboleando las hierbas altas y matorrales de los riscos. Cuando éste cedió, la esperada orden llegó. Tras ella, tres flechas zumbaron en la noche, renegreando fugaces a la luz de la luna.
Una encontró el largo cuello del Eskarkam, que bramó amargamente al contacto con el acero y su veneno interrumpiendo su vuelo. El torpe golpeteo de las alas confirmó el disparo. La carne vomitó la sangre brillante al exterior como manantial de plata. Otra punta de Muerte encontró el pecho del joven. Evhan apenas chilló. No obstante, su sonrisa se escondió de golpe, sus ojos vagaron sin rumbo quedando a merced del impacto. Cien lunas aparecieron frente a sus ojos. Se vio morir. Su mano derecha aferró con ardor la herida. Rígido y apenas sin respiración apretó trabando la convulsión que había formado la flecha intentando detener el cauce de sangre. Fue inútil, su mano se encharcó al igual que su ropaje. Valeroso el joven, aún sabiendo del mortal disparo, no soltó la brida del animal valiéndose de su otra mano. La tercera y última flecha había quebrantado el costado de la muchacha, que respingó con un lamento seco como tragándose su propio gemido e intentó mantenerse erguida sin caer. Aquella visión se había vuelto a producir, pero esta vez, aquello no era una perspectiva supuesta. Pobre Lanyamell, ni siquiera su don la había podido salvar. El destino, amargamente, había alcanzado su presa.
La estampa del animal alado se remolinó fieramente cayendo al abismo sin poder recuperarse.
Tres nuevas flechas fueron disparadas antes de que los cuerpos se perdieran entre las oscuras aguas y el abismo de las Mil Bocas del Mundo. Las tres volvieron a encontrar su objetivo en el lance.
El encapuchado, pétreo como el suelo que sostenía su concentrada estructura, certificó la caída de los dos jóvenes y de su apreciada criatura antigua. Fue entonces cuando bajó el rostro, gruñó de rabia contra el suelo, y con los mismos fríos movimientos que había desplegado durante la noche, reparó de nuevo en el ser alto y enigmático que permanecía de igual modo junto a él, imperturbable en las tinieblas. Le entregó un saquito que chinchineaba repleto de monedas y un pergamino, al tiempo que le barboteaba:
─ ¡Tomad!, lo acordado ─espetó.
El desgarbado hombre se giró arrogante para cobrar el trabajo. Su extraño perfil se consumó a la luz de la luna; sobre sus cejas, unas sombras se sacudieron amenazantes. Extendió su brazo y cobró su cuenta. Desanudó hábil el papiro y gesticuló irónico y agradecido al comprobar el escrito. Enseguida valoró el peso y el volumen del oscuro saco bajo el sonido de las monedas, lo escondió al igual que el papiro entre sus ropas y se volvió hacia el vertiginoso barranco donde ululó al aire nuevamente. Los tres arqueros, ocultos, entendieron que el trabajo había sido cobrado.
El encapuchado dio una última orden:
─Recoged los cuerpos y llevadlos a la Torre de Melolonta ─decretó─. Allí, sin el estorbo de ojos molestos serán sepultados en secreto. El Eskarkam quemadlo y destruid todo vestigio. Nada debe prevalecer de esta noche.
Aquel ácido gruñido final, dictado desde la entraña del ancho caperuzón, se dejó sentir en la concavidad de la cueva como un desgarro de las rocas. Antes de precipitarse a la oscuridad, se giró hacia las sombras maldiciendo la noche. Finalmente, su figura fue devorada por la tremenda boca de las tinieblas.
* * * * * * * * * *
La aciaga noche del joven príncipe y de su amada llegó a conmocionar a los hombres, y la desgracia se esparció rauda en las pláticas de ciudades y aldeas. Y durante los inmediatos años que acaecieron después del incidente, no hubo casa, tienda o posada que no relatase el amargo final de Evhan y la bella Lanyamell. Y fue un diálogo, siempre triste, de suspiros y añoranza.
De ese modo, escaló montañas, atravesó los amplios páramos y se impregnó en las casas, y no como una historia más contada por el hombre, de verdugos y princesas, sino que había crecido su leyenda, envuelta en un aura brillante y mágica Y se narró y cantó entre mayores y pequeños a la vera del calor del hogar. Y así perduró a los días y traspasó las fronteras por siempre.
¿Imposición? ¿Envidia? ¿Venganza? Toda pregunta quedó turbia y sin respuesta en el Latifundio Antiguo. Pero si alguien se valió de la ley impuesta prohibiendo las mezcolanzas en los reinos queriendo acallar ese romance imposible, se equivocó. Con el paso de los años el corazón de los hombres se enraizó y se hizo uno, y no hubo nadie que no maldijese a las sombras asesinas.
E igualmente escrito en la historia quedó, a los pies del gran túmulo de piedra bruñida, hecho levantar por su padre, Agrión el Esplendente, rey de Almaranthya, en la Isla de Gavión en memoria a su hijo y a la joven célica. Un catafalco que sería siempre centinela de la gruta de Típula, la gruta sagrada desde entonces. En su base de mármol blanco, el recuerdo tallado de aquella noche vela en silencio:
“Entre los apéndices de Las Mil Bocas del Mundo y el gran e Infinito Cielo descansen: el príncipe Evhan Shar, hijo de Agrión el Esplendente, heredero noble, y Lanyamell Dê Ere´nea, la bella flor prohibida, del Templo de Arpiúm. Eximan sus almas en paz. Al Cielo Abierto entre los dioses.”
¿Castigo? ¿Crimen? El paso del tiempo como juez, tendría la última palabra: entrar en La Leyenda de Almaranthya.
Mián Ros (quedan todos los derechos reservados sin permiso del autor)
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