ÁNGELES DE CARTÓN
Capítulo 2. El primer Ángel.
“El día veinticuatro del primer mes hallábame a las orillas del gran río Tigris. Alcé los ojos y miré, viendo a un varón vestido de lino y con un cinturón de oro puro. Su cuerpo era como de crisólito; su rostro resplandecía como el relámpago; sus ojos eran como brasas de fuego; sus brazos y sus pies parecían de bronce bruñido, y el sonido de su voz era como rumor de muchedumbre. Yo solo, Daniel, vi la visión; los que conmigo estaban no vieron nada, pero se sobrecogieron de temor y huyeron a esconderse”.
(Daniel 10: 4-7)
Algodonada mi alma, dejo de leer; cierro la pequeña Biblia y la guardo. Me dejo llevar entre una mezcla de placer y desconcierto, y de forma casi involuntaria alzo la cabeza y contemplo, como lo hizo Daniel, el visionario profeta en otro tiempo, ¿y qué me encuentro? El resultado de siempre, el mismo cuando interrogo la cocción que burbujea en esta gran marmita remachada de alquitrán que hemos creado, nada parecido a aquella antigua visión, y me asusta, esto es real, y hablando en plata como dicen en la lengua urbana que estoy aprendiendo: es un jodido “Deja vu” que además, secuencio como el tic-tac inagotable de un reloj. Quizá sea sólo yo, el que veo esa peligrosa aceleración entre las calles, ese aire infectado alrededor de las personas que caminan como duendes hacia uno y otro lado, puestos en marcha por este rugido que despierta en la ciudad, imposible ya de parar.
“El día veinticuatro del primer mes hallábame a las orillas del gran río Tigris. Alcé los ojos y miré, viendo a un varón vestido de lino y con un cinturón de oro puro. Su cuerpo era como de crisólito; su rostro resplandecía como el relámpago; sus ojos eran como brasas de fuego; sus brazos y sus pies parecían de bronce bruñido, y el sonido de su voz era como rumor de muchedumbre. Yo solo, Daniel, vi la visión; los que conmigo estaban no vieron nada, pero se sobrecogieron de temor y huyeron a esconderse”.
(Daniel 10: 4-7)
Algodonada mi alma, dejo de leer; cierro la pequeña Biblia y la guardo. Me dejo llevar entre una mezcla de placer y desconcierto, y de forma casi involuntaria alzo la cabeza y contemplo, como lo hizo Daniel, el visionario profeta en otro tiempo, ¿y qué me encuentro? El resultado de siempre, el mismo cuando interrogo la cocción que burbujea en esta gran marmita remachada de alquitrán que hemos creado, nada parecido a aquella antigua visión, y me asusta, esto es real, y hablando en plata como dicen en la lengua urbana que estoy aprendiendo: es un jodido “Deja vu” que además, secuencio como el tic-tac inagotable de un reloj. Quizá sea sólo yo, el que veo esa peligrosa aceleración entre las calles, ese aire infectado alrededor de las personas que caminan como duendes hacia uno y otro lado, puestos en marcha por este rugido que despierta en la ciudad, imposible ya de parar.
...
Unos gritos frenan mis pensamientos y se llevan mi curiosidad. Al cabo, la voz de mi compañero Casca me trae de nuevo junto a mí dándome un respiro.
─Toma, te sentará bien ─aconseja.
Sin embargo, el irrespetuoso energúmeno sigue bramando al autobús que se aleja en el fondo de la calle. No se cansa de vomitar insultos al pobre conductor aunque éste ya no está físicamente frente a él. Alguno que se arremolina a su lado cogerá algún palabro de los que contempla el sujeto en su léxico deprimente y callejero, lo almacenará en su cerebro, y lo expondrá cuando le venga en gana en algún suceso similar. Así somos los humanos de retorcidos. Y parece increíble el grado de normalidad que cobran este tipo de irrupciones en plena calle. Pero más increíble el hecho de que nadie intervenga y afronte un mínimo de deber moral; estas situaciones se suceden de una manera tan cotidiana, como el simple hecho de untar mermelada en una tostada y ahogarla en el tazón del café sin más. ¿Adónde vamos a llegar? Aunque eso no es lo peor, pues he vivido en la calle cosas terribles, y el impedimento de otras personas porque no ocurra, es mínimo.
En fin...
Me olvido por un momento del incidente y de manera instintiva le echo un trago a la taza que Casca me acaba de entregar, no tengo por más que sorprenderme.
─¿Consomé? ─le digo contrariado, esperando tal vez el resultado de otros días; y como si la nueva variante me hubiera picado en los mismos labios me separo el tazón con la sensación de que una avispa revoloteara sobre el caliente brebaje que se ondula entre mis manos.
─¿Qué esperabas? ─reniega Casca intentando parecer gracioso. Sus pupilas han desaparecido bajo sus párpados que se muestran achinados, bastante habitual en él, por cierto, y las arrugas de su rostro se han extendido tan rápido por su enorme cabezota amoratada como la mala hierba en un huerto mal cuidado.
─Me extraña en ti ─expongo, sorbiendo el condenado caldo que quema como la madre que nació en los infiernos─. Esperaba algo con unos cuantos grados más... de otra cosa, para aliviar de una forma directa esta tiritera que apenas me deja empuñar a mi querido BIC.
Aunque no se lo digo, he de reconocer que Casca me ha descolocado esta vez, porque inconscientemente mis labios vuelven a la taza y al calor de ese caldo prestándole la mayor de mis atenciones. A veces, cuando vuelco mi mirada hacia Casca, me da la impresión de estar conviviendo adosado a un trastero ambulante, el cual, cada vez que se abre no sabe uno con lo que se va a encontrar.
Casca es un buen hombre después de todo. Un compañero que lucha en la calle para volver a hacerse un hueco en esta sociedad frívola. Todo lo contrario a mí, que lucho contra mi propia voluntad para que ésta no me encuentre, no al menos sin mi objetivo alcanzado de ver de nuevo a Ángela junto a mí. Pero es duro, muy duro e impensable aguantar los días cuando el sufrimiento es continuo, soportando las crudas condiciones de la intemperie que debilitan a uno hasta la extenuación. Nunca llegué a pensar que fuera así, esto me lleva a recapacitar en ocasiones si volver a la sensatez de la que una vez me aparté, y a la que puedo acceder en el momento que quiera. Cosa que no puede decir lo mismo Casca. Él se encuentra en la calle por explícitas circunstancias que él mismo se ha buscado, debido a la penosa y egoísta administración de los momentos de placer que cada uno posee en este mundo; en ese aspecto, Casca no ha cogido sólo la mano que nos brinda el Dios del Cielo, sino que se ha cobrado todo el brazo, y aun diría que los dos, y, tristemente, y como consecuencia de su contaminado egoísmo ha llegado a desesperar y fragmentar a su familia y a todo su entorno. Sus infidelidades son culebrones que dan a luz cada vez que el alcohol devora su sangre y anula su cordura mientras su desahogo se alarga junto a mi hombro.
Pero hay algo en él que me atrae, aunque no sabría decir el qué, y una parte de mí le admira; quizá ni siquiera sea admiración. No quiero decir con esto que apoye sus malas gestiones de faldas y el sufrimiento que ha sembrado tras de sí, que creo que no tiene justificación ni disculpa alguna, sino porque es valiente y ha sabido sobreponerse y, de alguna manera, amoldarse a los mordiscos que le ha pegado esta vida y porque, como dice él, aun con la boca pequeña, “rectificar es de sabios”, aunque él no tenga mucho de eso, seamos justos. No obstante, yo sé que lo intenta, pero sus ojos le delatan cuando se clavan como dardos al paso de cualquier aura femenina y hace danzar su lengua al son de su más ferviente apetito sexual. Sé entonces que no está curado y creo que nunca lo estará. Si bien, deseo en verdad que encauce su vida y vuelva a encontrar el camino que una vez abandonó.
De todas las maneras he de ser justo con Casca, dejando de lado todo cuanto me ha contado sobre él y su entorno más allegado, e incluso fuera de la forma tan peculiar que tiene de interpretar este mundo y danzar sobre él, ya que me regala su tiempo y me trasmite una palpable sinceridad sin muros invisibles que revelan otras personas y eso le hace grande, muy grande. Si consiguiera corregir su fallo no tendría entonces nombre para describir su corazón.
A veces me viene una sonrisa simpática, y pienso en Don Quijote y Sancho Panza, que es la imagen que debemos representar Casca y yo a los ojos de los demás cuando caminamos juntos arrastrando nuestras perezas sobre las aceras de la Gran Vía de esta inmensa urbe que es Madrid. De hecho, sus rasgos se muestran bien diferenciados de los míos como ocurría con el legendario caballero y su escudero. Y qué decir tiene, que no hace falta que señale, quién es uno, y quién el otro.
El achaparrado pero ancho andamiaje de Casca y sus rasgos son duros y desvergonzados, y su piel está encallecida en todos sus pliegues como su alma, lástima que su fuerza de voluntad no vierta sobre sus redondeadas carnes la misma apariencia. Mis rasgos, enjutos y de mayor envergadura que los suyos, son tremendamente evidenciados si no me separo de su compañía. No marcho a horcajadas sobre Rocinante pero sin duda mi aspecto es también de haber comido poco y descansado todavía menos. Pero mi cabeza rige acorde con el empresario que creo que muchos ven en mí, aunque ahora sólo contemplen, más bien, un dirigente acabado, desaliñado y con puntales en sus muros, eso sí.
Por un instante me doy cuenta de que mi cuerpo empieza a entrar en razón antes que mi cerebro cuando el calor del caldo calienta y curiosea todo mi interior. Es un momento inigualable. Creo que está dando resultado, pues el calor de esta sopa es como una pequeña panacea contra el frío. Poco a poco me reconforta y mengua en buena parte la destemplanza con la que he despertado, y retira de mi cuerpo parte de la humedad que nos ha presentado esta mañana el duro día invernal, arropándonos, desde que se fueron las sombras, con su sábana de color ceniza oscureciendo estos serios apéndices que llamamos edificios. Es una lástima, porque el cielo está cerrado como boca de lobo y creo que este calabobos persistirá sobre nuestras cabezas durante muchas horas más.
Vuelvo al atrayente tazón y al caprichoso humo que danza hacia lo alto mientras me reconforta observar sus livianas formas que se escapan del consomé más que examinar a las personas que caminan. Lanzo un suspiro cuando veo que dos alas de humo, finas y alargadas, se han formado por el calor que desprende el caldo. Las sigo mientras se alejan de forma ascendente.
─Ángela ─digo a media voz, al tiempo que las pequeñas alitas se desvanecen en lo alto lejos de mi vista.
─¿Qué has dicho? ─pregunta Casca, sorprendido.
─He visto sus alas. Temí haber perdido su senda, pero este Ángel me dice que estoy en el camino correcto. ¿Sabes?, vuelve a arder la fe dentro de mí.
─¡Y dale con las alas! ─Casca se agita meneando sus brazos; parece que le han molestado mis palabras─. Eso de las alas son suposiciones tuyas ─manifiesta, enfuruñado─. Sabes de sobra que los ángeles no existen. Si encontramos a tu pequeña Ángela no será por esas alas o por esos ángeles que crees ver en todas partes, sino porque alguien habrá reconocido la foto y nos habrá puesto en la pista correcta para dar con tu hija, nada más.
─Yo tengo fe en lo que veo, Casca. Si no la tuviera no vería su senda, y sé que son señales que me envía Dios para reforzar mi corazón. Sin ellas no podré encontrarla.
─Vale, yo tengo menos fe, por eso no veo alas, ni angelitos, ni nada que se le parezca, pero sería importante que dedicaras unos minutos de tu tiempo en darle las gracias a Flor de Anís cuando termines el consomé. Si esas alas han salido de ese consomé que ella me ha dado para ti, la senda te lleva hasta su taberna, ¿no es así?
En cierto modo no tengo por más que asentir.
─Pues anda... ¿a qué esperas? ─me incita─. Ah, además, te puedo asegurar que Flor de Anís piensa mucho en ti. ¿Por qué si no iba a estar tan pendiente de lo que te ocurra? ─la voz de Casca ha finalizado con una modulación puntillosa que conozco de sobra. Ahora lanza una cuantas expresiones más que apenas llego a entender, pues me he quedado enganchado en: “piensa mucho en ti” y en el trasfondo que esta frase esconde. Con razón le llaman los que le conocen, Casca. Casca demasiado y tiene la lengua suelta como una serpiente que saliera de caza constantemente. En el tiempo que llevo con él lo he sufrido en mis oídos como un irritante picor, doy fe.
─No creo que este consomé te lo haya dado pensando en mí ─me defiendo, en el momento que dejo de pensar. Espero sólo un instante a que urjan mis palabras. En efecto, aquí vuelve Casca, quien se arrima a mí y hace trabajar a su lengua desbocada.
Antes de hablar me da un golpe con el codo en los riñones, el caldo vuela balanceándose hacia ambos lados. Siento algunas gotas calientes que calan mis pantalones hasta llegar a las rodillas; me ha empapado. Enseguida emerge su voz:
─¡Que sí, Champalán! ─me dice volviendo a formar en su rostro miles de arrugas mientras se divierte hablándome─: Que veo cómo te mira cada vez que entras en su taberna.
─¿Cómo va ser eso? ─insisto─. Tú eres el que ve cosas muy raras.
─Que le pones, te lo digo yo. Ese aire de ejecutivo reservado le vuelve loca. Ese nudo desabrochado de tu corbata pidiendo guerra ─sonríe─. Con ella tendrías cama y una estabilidad segura.
Yo, sin embargo, me intereso por el resto del caldo antes de que Casca me lo vierta del todo. Ya me ha vuelto a dar. Menos mal que ya había dado cuenta del reconfortante consomé. El último sorbo estaba un poco frío, todo sea dicho.
─¿Piensas que la atraigo? Pero mira mis pintas... si apenas puedo asearme a gusto. ¿Tú crees que ella se fijaría en un deshecho que anda pegado al suelo como el filtro de un cigarro que acaban de arrojar a la acera? ─le pregunto, enjugándome los labios.
─A esa le gustas aunque fueras filtro, y mira que no le gusta fumar, y aunque no te hubieras peinado en cien años. Te lo puedo asegurar, que tengo yo un ojo clínico para las mujeres.
─Seguro que lo hace por caridad ─arriesgo sin pausa, desviando el tema de mi lado e involucrándole involuntariamente a él─. Le damos pena.
─¿Que le damos pena?
Parece que le he incomodado en exceso.
─¿Por qué si no? ─¡Mierda! Me he vuelto a meter en el berenjenal. No comprendo el gesto de Casca que me mira ahora como si me hubiera convertido en un fantasma.
─Hubiera montado un albergue entonces, hombre, en vez de una tabernucha ─me recrimina, atornillándose la cabeza con un dedo.
Yo pienso que el loco es él, seamos justos. Casca apenas me conoce. Me considero muy reservado y metódico en ese aspecto, ya que me cuesta bastante abrir mi intimidad a las personas que no están ligadas a mi entorno familiar; aunque, bien es verdad que llevo poco tiempo malviviendo con él en estos callejones y plazas, le he contado parte... en lo referente a lo más primordial de mi vida. Sabe por qué estoy en la calle, y por qué lucho día tras día en ella; de hecho, me ayuda en la búsqueda de Ángela, preguntando y enseñando allá donde vamos la pequeña foto que conservo de mi pequeña.
Casca se restriega una barba de doce días mientras vuelve a hablar:
─Ahora entiendo por qué no tienes éxito con las mujeres. No me extraña que te veas en la calle. Creo que tu fe no te fortalece en este aspecto ─añade, tan sobrado en sus palabras como en sus gestos, como si hubiera estado esperando este momento hace tiempo. Parece resentido conmigo por las cosas que yo veo y él no, o tal vez incitado por el mal recuerdo de los mordiscos que le dio la cuchilla que le brindé hace dos semanas; desde entonces no se ha vuelto a afeitar.
─¡Vaya! ─salto herido en mi orgullo. No sé si atacarle o contenerme. La verdad, no soy de esos que dan golpes bajos como primera medida de defensa. Si le recuerdo por qué se ve obligado a vagabundear se echará a beber y se acabó amigo para todo el día.
Dejo el tazón delante de mis piernas, en el suelo. El tiempo suficiente para aplacar el escozor de sus palabras, equilibrar mis pensamientos y brindarle una sonrisa espontánea, la cual, me da confianza y hablo:
─Hay mujeres que se hacen madres desde muy temprana edad ─le digo.
─¿Crees que Flor de Anís es una de esas madrazas? ¡Venga ya! ─me interrumpe de inmediato. Sé que es imposible que le explique nada, no tiene paciencia. Conozco las cuatro arrugas que se forman encima de su nariz tras ese énfasis que adopta y que de seguido lo enlazará con Dios sabe qué... Intuyo que ha llegado el momento de levantarse y poner tierra de por medio.
─¡Déjalo! ─le digo. Me levanto recogiendo el tazón y decido llevarlo a La Guarida de Alicia, que es así como se llama la pequeña taberna de donde Casca me ha traído generosamente el reconfortante consomé. Ni que decir tiene, quién es Alicia. Y como bien me ha recordado Casca: si las alas son la senda para encontrar a mi hija, debo llevarle el tazón a la taberna.
Camino, y sólo entonces me doy cuenta del frío que han soportado mis glúteos ─a pesar del cartón─ tanto tiempo posados en la acera. He recogido suficiente cargamento de humedad para todo el día, mientras dejo atrás la balconada cubierta; la fina lluvia empieza a oscurecer mis ropas. El agua está fría, y las calorías que me han generado el caldo se disiparán de inmediato, estoy seguro. En ese momento, una voz vibrante y llena de retintín me golpea por la espalda:
─Fíjate en el brillito de sus ojos cuando te mire ─manifiesta Casca golpeándose con su venoso dedo índice la sien─. En ellos verás lo coladita que está por ti.
─Sí, vale ─le señalo. Yo también tengo dedos y el mío es amenazante─, pero échale un vistazo a mi maletín a ver si no tenemos de qué arrepentirnos.
De pronto, me golpeo con un transeúnte al no mirar donde tengo que mirar, al frente.
─Disculpe ─le suelto, en un acto reflejo. El muro de uno noventa con el que he chocado me lanza una mirada arrogante y parece que me perdona la vida.
En ese preciso momento escucho de nuevo la voz de Casca que parece que no se ha dado cuenta de mi torpeza.
─Lo que tú ordenes, senescal. El maletín estará ferozmente vigilado ─grita. Me ha hecho un gesto militar que tendría que mejorar. Qué cara más simpática tiene el condenado; no puedo evitarlo, sonrío al tiempo que mi reojo choca por segunda vez con los ojos suicidas del hombre, que aún se sacude como si le hubiera manchado; no es cierto, el cuenco está más seco que la mojama. No entiendo de verdad los aspavientos y muecas de este individuo; qué más quiere que haga, ya me he disculpado.
No he sido capaz de dejar atrás dos grandes escaparates de la acera por donde camino, cuando todo lo que ocurre a continuación se sucede en cadena y casi a un mismo tiempo.
─¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ─Escucho una voz de mujer en algún lugar indeterminado, pero indudablemente es bastante confuso, aunque sospecho que surge un tanto retirado de mí, y a mi espalda. El bufido del autobús frenando al llegar a la parada un poco por delante de donde me encuentro ha ahogado las sucesivas llamadas de auxilio, pero creo que no he sido el único en oírlas. Cuando me giro a ver qué ocurre, descubro que hay personas que miran con ojos desencajados precisamente donde yo me encuentro. En ese instante siento un golpe brusco detrás de mí, justo en mi espalda, me remueve. Aún no sé qué ocurre, sin embargo me percato que el cuenco del consomé se desprende de mis manos y yo también pierdo parte de mi estabilidad. En ese instante, mis ojos van y vienen en fracciones de segundo, y miran a una persona que corre y se aleja, y al cuenco en el momento que impacta contra el suelo saltando la cerámica en mil pedazos. “¡La madre que lo...!”. Vuelvo mi ojeriza al hombre que corre para terminar de pronunciar mi maldición, aunque el volumen de ira no sale de mi mente.
Sólo ahora distingo el cuerpo que me ha golpeado. Intenta alejarse entre la muchedumbre braceando y apartando a todo el mundo de su camino. Es un joven que no alcanzará los quince años y en una de sus manos lleva algo así como un bolso de mujer. Al distinguir el pequeño complemento de piel marrón que atesora con arrojo entro en la cuenta de que se trata del ladrón que reclamaba gritando la voz de mujer. Se cruza entre las personas, nadie hace nada por detenerle. Su extravagante chupa de plumas, a cuadros azules y naranjas se pierde en el fondo de la calle.
¿A quién se le ocurre asaltar a nadie con esas pintas tan distinguidas? Parece que gritase “Aquí estoy, aquí estoy. Venid a por mí si podéis”
No sé qué ha pasado por mi cabeza, pero cuando me doy cuenta estoy corriendo tras él. ¿A qué estoy jugando? Nunca me he considerado un héroe... ¿por qué diablos me comporto así entonces? Los héroes no existen sino en las películas y en los libros.
La gente me mira, tan horrorizada como al muchacho que trata de poner metros de por medio. Están tan confusos como yo. Por alguna razón no puedo parar de correr.
La adrenalina recorre todo mi cuerpo y siento cómo la sirena de la policía parece que se revela en algún punto del fondo de la calle. No creo que vengan en ayuda de la mujer que sigue gritando en algún lugar, ni en refuerzo mío para dar caza a este imberbe maleante; es mera coincidencia, pero ha avivado las zancadas del ladrón que acelera el paso, el muy capullo. Su ímpetu, o quizá su miedo a verse apresado, se ha cobrado una presa; se ha llevado por delante a una pobre mujer que cae entre la acera y el asfalto y se golpea contra un coche que está parado junto al bordillo. No puedo pararme a auxiliarla; murmura y aúlla de dolor cuando paso a su lado. Me es imposible frenar, voy a perder al muchacho que gira en la siguiente bocacalle. Él aparta a otros dos transeúntes que quedan desestabilizados delante de mi carrera. Mis manos retiran a uno de ellos y logro esquivar el trance del segundo, aunque estoy a punto de resbalar, el suelo está muy mojado.
La pequeña travesía por donde se ha lanzado ahora el joven ladrón está enmarañada de gente que cubre las aceras taponando la vista con los paraguas. Es estrecha y sólo le intuyo cuando alguna persona hace un movimiento brusco apartándose, supongo que avasalladas por el muchacho.
Con una intuitiva acelerada, ha cruzado la calle para cambiarse de acera; un coche está apunto de arrastrar al muchacho pero ha conseguido esquivarle en el momento preciso, el pitido del vehículo me ha acelerado a mí, aún más. Rápidamente copio su acción y le sigo atravesando el asfalto sin mirar. He tenido mejor suerte, ningún coche que se mueva en mi camino.
Hay personas que se apartan y se quedan impresionadas mientras nos ven pasar. Mi aliento no creo que dé para muchos metros más, estoy teniendo problemas para respirar y no he acortado la distancia que nos separa, cuando veo que el ladrón gira en un callejón que tiene inclinación ascendente. ¡Joder!
Intuyo que el muchacho ahora sí me ha visto y acelera sacando fuerzas de no sé dónde. Intento girar para no perderle el rastro y resbalo en la curva que tiene la acera carcomida y llena de charcos antes de empezar la cuesta. A continuación topo con una mujer que sale de un portal e intenta esquivarme sin conseguirlo. Es un momento inenarrable. Percibo miles de colores y una sensación que golpea todo mi ser. Sin embargo, sé que hemos caído los dos. Y, una vez en el suelo, hemos rodado unos segundos fruto de la velocidad que yo llevaba. Cuando quiero reaccionar, escucho lánguidos lamentos a mi lado acorchados bajo mi fuerte respiración. Sólo entonces soy consciente del daño que le he podido causar a la pobre mujer con la que he topado. Y, en ese preciso instante, una pregunta me invade, ¿por qué he salido corriendo tras ese muchacho? ¿Por qué? Quizá tenga luego de qué arrepentirme.
Me ayudo de mi antebrazo derecho para incorporarme y el corazón me golpea de súbito al ver sangre cubriendo una de las mejillas de la mujer. Ella se mueve torpemente y descubro sus ojos que vagan sin mirar a ningún lado en concreto; son registros de estar mareada.
Estoy nervioso y confundido. No sé ahora cómo reaccionar, pero trato de trasmitir una tranquilidad, que incluso a mí me falta, a la mujer que parece buscar una explicación a lo que ha ocurrido, aunque sólo resuella con dolor en su semblante.
Tras unos momentos de tensión y desconcierto la ayudo a incorporarse mientras rebusco en mi mente palabras de ánimo. Inesperadamente algo me alarma. Alguien empieza a lanzar vocablos malsonantes cerca de la esquina de la calle no muy lejos de donde nos encontramos la mujer y yo, buscando aún el equilibrio perdido.
No sé cómo, pero he podido levantar mi cuerpo, y con esfuerzo, también el suyo. Cuando me giro sin soltar a la mujer de entre mis brazos siento que dos hombres, manchados y enfundados en monos de trabajo de color cobalto, vienen corriendo hacia mí gesticulando con sus brazos alarmantemente. El más pequeño me hinca su ardiente mirada al tiempo que se muerde la lengua. No me gusta lo que veo. Mi magullado cuerpo se niega a reaccionar. Viene hacia nosotros sin freno, como un toro en los encierros.
A su llegada, el hombre más bajo me increpa sin darme tiempo a hablar, y me empuja separándome de la mujer que aún se sujeta la cabeza con una de sus manos; la sangre de la herida que tiene en el pómulo no para de correr. Entre sus dedos veo claramente el golpe que se ha dado en el rostro, la carne está desollada y parece que se va a inflamar de un momento a otro. Uno de los obreros la sujeta por los hombros para que no caiga al suelo y los otros dos me rodean con malas intenciones.
Levanto mis manos y trato de explicar lo que ha ocurrido. Pero no parecen muy interesados en escucharme y dialogar. Sus insultos aceleran mi estado. Piensan que he querido robarla o qué sé yo. Me empujan y me agarran por el pecho, no ofrezco resistencia, pues no he hecho nada, pero sólo mi conciencia lo sabe. Me siento impotente, ¿cómo es que no han visto segundos antes, al muchacho con el abrigo a cuadros y con un bolso de mujer bajo su brazo?; por un instante dudo si corrió por este callejón. Súbitamente, presiento que estoy en problemas.
Enseguida expreso mis disculpas y trato de serenarlos pero el pequeño vocea y apenas oye lo que le digo, es más, creo le gusta el tono que él mismo está alcanzando, pues no se atiene a nada. Inesperadamente, me golpea con su cabeza. Me ha dado en la barbilla con su dura frente, el muy... Percibo el peligro e intento distanciarme, cuando de pronto, veo llegar delante de mis ojos una mano tiznada de blanco, yeso o algo similar. Esto tampoco me lo esperaba. Mis piernas fallan al mismo tiempo que un relámpago se aviva en mi cabeza. No me cabe duda, me ha alcanzado de lleno. Al momento, la ausencia de color me cubre por completo. Creo sentir en un segundo plano el frío del suelo y la lluvia sacudiéndome en la cara, cuando todo se va diluyendo poco a poco...─No creo que este consomé te lo haya dado pensando en mí ─me defiendo, en el momento que dejo de pensar. Espero sólo un instante a que urjan mis palabras. En efecto, aquí vuelve Casca, quien se arrima a mí y hace trabajar a su lengua desbocada.
Antes de hablar me da un golpe con el codo en los riñones, el caldo vuela balanceándose hacia ambos lados. Siento algunas gotas calientes que calan mis pantalones hasta llegar a las rodillas; me ha empapado. Enseguida emerge su voz:
─¡Que sí, Champalán! ─me dice volviendo a formar en su rostro miles de arrugas mientras se divierte hablándome─: Que veo cómo te mira cada vez que entras en su taberna.
─¿Cómo va ser eso? ─insisto─. Tú eres el que ve cosas muy raras.
─Que le pones, te lo digo yo. Ese aire de ejecutivo reservado le vuelve loca. Ese nudo desabrochado de tu corbata pidiendo guerra ─sonríe─. Con ella tendrías cama y una estabilidad segura.
Yo, sin embargo, me intereso por el resto del caldo antes de que Casca me lo vierta del todo. Ya me ha vuelto a dar. Menos mal que ya había dado cuenta del reconfortante consomé. El último sorbo estaba un poco frío, todo sea dicho.
─¿Piensas que la atraigo? Pero mira mis pintas... si apenas puedo asearme a gusto. ¿Tú crees que ella se fijaría en un deshecho que anda pegado al suelo como el filtro de un cigarro que acaban de arrojar a la acera? ─le pregunto, enjugándome los labios.
─A esa le gustas aunque fueras filtro, y mira que no le gusta fumar, y aunque no te hubieras peinado en cien años. Te lo puedo asegurar, que tengo yo un ojo clínico para las mujeres.
─Seguro que lo hace por caridad ─arriesgo sin pausa, desviando el tema de mi lado e involucrándole involuntariamente a él─. Le damos pena.
─¿Que le damos pena?
Parece que le he incomodado en exceso.
─¿Por qué si no? ─¡Mierda! Me he vuelto a meter en el berenjenal. No comprendo el gesto de Casca que me mira ahora como si me hubiera convertido en un fantasma.
─Hubiera montado un albergue entonces, hombre, en vez de una tabernucha ─me recrimina, atornillándose la cabeza con un dedo.
Yo pienso que el loco es él, seamos justos. Casca apenas me conoce. Me considero muy reservado y metódico en ese aspecto, ya que me cuesta bastante abrir mi intimidad a las personas que no están ligadas a mi entorno familiar; aunque, bien es verdad que llevo poco tiempo malviviendo con él en estos callejones y plazas, le he contado parte... en lo referente a lo más primordial de mi vida. Sabe por qué estoy en la calle, y por qué lucho día tras día en ella; de hecho, me ayuda en la búsqueda de Ángela, preguntando y enseñando allá donde vamos la pequeña foto que conservo de mi pequeña.
Casca se restriega una barba de doce días mientras vuelve a hablar:
─Ahora entiendo por qué no tienes éxito con las mujeres. No me extraña que te veas en la calle. Creo que tu fe no te fortalece en este aspecto ─añade, tan sobrado en sus palabras como en sus gestos, como si hubiera estado esperando este momento hace tiempo. Parece resentido conmigo por las cosas que yo veo y él no, o tal vez incitado por el mal recuerdo de los mordiscos que le dio la cuchilla que le brindé hace dos semanas; desde entonces no se ha vuelto a afeitar.
─¡Vaya! ─salto herido en mi orgullo. No sé si atacarle o contenerme. La verdad, no soy de esos que dan golpes bajos como primera medida de defensa. Si le recuerdo por qué se ve obligado a vagabundear se echará a beber y se acabó amigo para todo el día.
Dejo el tazón delante de mis piernas, en el suelo. El tiempo suficiente para aplacar el escozor de sus palabras, equilibrar mis pensamientos y brindarle una sonrisa espontánea, la cual, me da confianza y hablo:
─Hay mujeres que se hacen madres desde muy temprana edad ─le digo.
─¿Crees que Flor de Anís es una de esas madrazas? ¡Venga ya! ─me interrumpe de inmediato. Sé que es imposible que le explique nada, no tiene paciencia. Conozco las cuatro arrugas que se forman encima de su nariz tras ese énfasis que adopta y que de seguido lo enlazará con Dios sabe qué... Intuyo que ha llegado el momento de levantarse y poner tierra de por medio.
─¡Déjalo! ─le digo. Me levanto recogiendo el tazón y decido llevarlo a La Guarida de Alicia, que es así como se llama la pequeña taberna de donde Casca me ha traído generosamente el reconfortante consomé. Ni que decir tiene, quién es Alicia. Y como bien me ha recordado Casca: si las alas son la senda para encontrar a mi hija, debo llevarle el tazón a la taberna.
Camino, y sólo entonces me doy cuenta del frío que han soportado mis glúteos ─a pesar del cartón─ tanto tiempo posados en la acera. He recogido suficiente cargamento de humedad para todo el día, mientras dejo atrás la balconada cubierta; la fina lluvia empieza a oscurecer mis ropas. El agua está fría, y las calorías que me han generado el caldo se disiparán de inmediato, estoy seguro. En ese momento, una voz vibrante y llena de retintín me golpea por la espalda:
─Fíjate en el brillito de sus ojos cuando te mire ─manifiesta Casca golpeándose con su venoso dedo índice la sien─. En ellos verás lo coladita que está por ti.
─Sí, vale ─le señalo. Yo también tengo dedos y el mío es amenazante─, pero échale un vistazo a mi maletín a ver si no tenemos de qué arrepentirnos.
De pronto, me golpeo con un transeúnte al no mirar donde tengo que mirar, al frente.
─Disculpe ─le suelto, en un acto reflejo. El muro de uno noventa con el que he chocado me lanza una mirada arrogante y parece que me perdona la vida.
En ese preciso momento escucho de nuevo la voz de Casca que parece que no se ha dado cuenta de mi torpeza.
─Lo que tú ordenes, senescal. El maletín estará ferozmente vigilado ─grita. Me ha hecho un gesto militar que tendría que mejorar. Qué cara más simpática tiene el condenado; no puedo evitarlo, sonrío al tiempo que mi reojo choca por segunda vez con los ojos suicidas del hombre, que aún se sacude como si le hubiera manchado; no es cierto, el cuenco está más seco que la mojama. No entiendo de verdad los aspavientos y muecas de este individuo; qué más quiere que haga, ya me he disculpado.
No he sido capaz de dejar atrás dos grandes escaparates de la acera por donde camino, cuando todo lo que ocurre a continuación se sucede en cadena y casi a un mismo tiempo.
─¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ─Escucho una voz de mujer en algún lugar indeterminado, pero indudablemente es bastante confuso, aunque sospecho que surge un tanto retirado de mí, y a mi espalda. El bufido del autobús frenando al llegar a la parada un poco por delante de donde me encuentro ha ahogado las sucesivas llamadas de auxilio, pero creo que no he sido el único en oírlas. Cuando me giro a ver qué ocurre, descubro que hay personas que miran con ojos desencajados precisamente donde yo me encuentro. En ese instante siento un golpe brusco detrás de mí, justo en mi espalda, me remueve. Aún no sé qué ocurre, sin embargo me percato que el cuenco del consomé se desprende de mis manos y yo también pierdo parte de mi estabilidad. En ese instante, mis ojos van y vienen en fracciones de segundo, y miran a una persona que corre y se aleja, y al cuenco en el momento que impacta contra el suelo saltando la cerámica en mil pedazos. “¡La madre que lo...!”. Vuelvo mi ojeriza al hombre que corre para terminar de pronunciar mi maldición, aunque el volumen de ira no sale de mi mente.
Sólo ahora distingo el cuerpo que me ha golpeado. Intenta alejarse entre la muchedumbre braceando y apartando a todo el mundo de su camino. Es un joven que no alcanzará los quince años y en una de sus manos lleva algo así como un bolso de mujer. Al distinguir el pequeño complemento de piel marrón que atesora con arrojo entro en la cuenta de que se trata del ladrón que reclamaba gritando la voz de mujer. Se cruza entre las personas, nadie hace nada por detenerle. Su extravagante chupa de plumas, a cuadros azules y naranjas se pierde en el fondo de la calle.
¿A quién se le ocurre asaltar a nadie con esas pintas tan distinguidas? Parece que gritase “Aquí estoy, aquí estoy. Venid a por mí si podéis”
No sé qué ha pasado por mi cabeza, pero cuando me doy cuenta estoy corriendo tras él. ¿A qué estoy jugando? Nunca me he considerado un héroe... ¿por qué diablos me comporto así entonces? Los héroes no existen sino en las películas y en los libros.
La gente me mira, tan horrorizada como al muchacho que trata de poner metros de por medio. Están tan confusos como yo. Por alguna razón no puedo parar de correr.
La adrenalina recorre todo mi cuerpo y siento cómo la sirena de la policía parece que se revela en algún punto del fondo de la calle. No creo que vengan en ayuda de la mujer que sigue gritando en algún lugar, ni en refuerzo mío para dar caza a este imberbe maleante; es mera coincidencia, pero ha avivado las zancadas del ladrón que acelera el paso, el muy capullo. Su ímpetu, o quizá su miedo a verse apresado, se ha cobrado una presa; se ha llevado por delante a una pobre mujer que cae entre la acera y el asfalto y se golpea contra un coche que está parado junto al bordillo. No puedo pararme a auxiliarla; murmura y aúlla de dolor cuando paso a su lado. Me es imposible frenar, voy a perder al muchacho que gira en la siguiente bocacalle. Él aparta a otros dos transeúntes que quedan desestabilizados delante de mi carrera. Mis manos retiran a uno de ellos y logro esquivar el trance del segundo, aunque estoy a punto de resbalar, el suelo está muy mojado.
La pequeña travesía por donde se ha lanzado ahora el joven ladrón está enmarañada de gente que cubre las aceras taponando la vista con los paraguas. Es estrecha y sólo le intuyo cuando alguna persona hace un movimiento brusco apartándose, supongo que avasalladas por el muchacho.
Con una intuitiva acelerada, ha cruzado la calle para cambiarse de acera; un coche está apunto de arrastrar al muchacho pero ha conseguido esquivarle en el momento preciso, el pitido del vehículo me ha acelerado a mí, aún más. Rápidamente copio su acción y le sigo atravesando el asfalto sin mirar. He tenido mejor suerte, ningún coche que se mueva en mi camino.
Hay personas que se apartan y se quedan impresionadas mientras nos ven pasar. Mi aliento no creo que dé para muchos metros más, estoy teniendo problemas para respirar y no he acortado la distancia que nos separa, cuando veo que el ladrón gira en un callejón que tiene inclinación ascendente. ¡Joder!
Intuyo que el muchacho ahora sí me ha visto y acelera sacando fuerzas de no sé dónde. Intento girar para no perderle el rastro y resbalo en la curva que tiene la acera carcomida y llena de charcos antes de empezar la cuesta. A continuación topo con una mujer que sale de un portal e intenta esquivarme sin conseguirlo. Es un momento inenarrable. Percibo miles de colores y una sensación que golpea todo mi ser. Sin embargo, sé que hemos caído los dos. Y, una vez en el suelo, hemos rodado unos segundos fruto de la velocidad que yo llevaba. Cuando quiero reaccionar, escucho lánguidos lamentos a mi lado acorchados bajo mi fuerte respiración. Sólo entonces soy consciente del daño que le he podido causar a la pobre mujer con la que he topado. Y, en ese preciso instante, una pregunta me invade, ¿por qué he salido corriendo tras ese muchacho? ¿Por qué? Quizá tenga luego de qué arrepentirme.
Me ayudo de mi antebrazo derecho para incorporarme y el corazón me golpea de súbito al ver sangre cubriendo una de las mejillas de la mujer. Ella se mueve torpemente y descubro sus ojos que vagan sin mirar a ningún lado en concreto; son registros de estar mareada.
Estoy nervioso y confundido. No sé ahora cómo reaccionar, pero trato de trasmitir una tranquilidad, que incluso a mí me falta, a la mujer que parece buscar una explicación a lo que ha ocurrido, aunque sólo resuella con dolor en su semblante.
Tras unos momentos de tensión y desconcierto la ayudo a incorporarse mientras rebusco en mi mente palabras de ánimo. Inesperadamente algo me alarma. Alguien empieza a lanzar vocablos malsonantes cerca de la esquina de la calle no muy lejos de donde nos encontramos la mujer y yo, buscando aún el equilibrio perdido.
No sé cómo, pero he podido levantar mi cuerpo, y con esfuerzo, también el suyo. Cuando me giro sin soltar a la mujer de entre mis brazos siento que dos hombres, manchados y enfundados en monos de trabajo de color cobalto, vienen corriendo hacia mí gesticulando con sus brazos alarmantemente. El más pequeño me hinca su ardiente mirada al tiempo que se muerde la lengua. No me gusta lo que veo. Mi magullado cuerpo se niega a reaccionar. Viene hacia nosotros sin freno, como un toro en los encierros.
A su llegada, el hombre más bajo me increpa sin darme tiempo a hablar, y me empuja separándome de la mujer que aún se sujeta la cabeza con una de sus manos; la sangre de la herida que tiene en el pómulo no para de correr. Entre sus dedos veo claramente el golpe que se ha dado en el rostro, la carne está desollada y parece que se va a inflamar de un momento a otro. Uno de los obreros la sujeta por los hombros para que no caiga al suelo y los otros dos me rodean con malas intenciones.
Levanto mis manos y trato de explicar lo que ha ocurrido. Pero no parecen muy interesados en escucharme y dialogar. Sus insultos aceleran mi estado. Piensan que he querido robarla o qué sé yo. Me empujan y me agarran por el pecho, no ofrezco resistencia, pues no he hecho nada, pero sólo mi conciencia lo sabe. Me siento impotente, ¿cómo es que no han visto segundos antes, al muchacho con el abrigo a cuadros y con un bolso de mujer bajo su brazo?; por un instante dudo si corrió por este callejón. Súbitamente, presiento que estoy en problemas.
MiánRos (quedan todos los derechos reservados sin permiso de su autor)
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